Gestionar el déficit cero
Hace una semana iniciamos la publicación de una serie de reportajes sobre el déficit cero con el objetivo de contribuir al debate sobre las ventajas y peligros de un rigor fiscal que es acatado de manera bastante desigual por los socios de la Unión Europea. El ejercicio ha servido para poner en evidencia los efectos beneficiosos de un rigor fiscal que, sobre todas las cosas, permite abaratar los costes financieros y derivar recursos hacia la inversión, con el consiguiente efecto dinamizador en la economía y la creación de empleo. El ajuste de cuentas en todas las administraciones públicas obliga a ser mucho más riguroso con el gasto y a explorar fórmulas alternativas de financiación que, cada vez más, derivan el pago de la factura hacia el usuario de los servicios.
En el caso de las infraestructuras, el Estado está canalizando inversiones millonarias a través de entes y sociedades como el GIF o Renfe, cuyo déficit no es incluído en la Contabilidad Nacional. Una trampa autorizada por la propia Unión Europea y que resulta esencial para mantener la apariencia de equilibrio fiscal. Pero que estas deudas no computen para calcular el déficit del Estado no significa, ni mucho menos, que no tengan que ser pagadas. Tarde o temprano serán abonadas por los ciudadanos en forma de cánones y tasas por utilización de infraestructuras, como los 0,76 euros por billete previstos para el AVE Madrid-Lleida.
En el terreno de la Sanidad, la política de déficit cero no ha impedido que el gasto público crezca un promedio anual de más del 6% entre 1996 y 2001. Pero la demanda de servicios sanitarios crece a un ritmo superior al de la oferta y los expertos coinciden en que, tarde o temprano, se impondrá la fórmula del co-pago. Algo que no está mal (el pago tiene efectos milagrosos en la contención del uso de los servicios), siempre y cuando el precio no resulte excluyente para los segmentos de población menos favorecidos.
Donde más preocupantes resultan los efectos del déficit cero es en los apartados de formación, investigación y nuevas tecnologías. España está a la cola de Europa en gasto en I+D (0,97% del PIB, frente al 1,94% de media de la UE) y el estrepitoso fracaso del plan Info XXI lanza un mensaje desalentador en este terreno. En cuanto al presupuesto en educación, ha bajado en medio punto del PIB desde 1996. Tres mil millones de euros de ahorro que se justifican aduciendo la menor tasa de natalidad y que podrían haber sido mucho mejor aprovechados en forma de becas decentes para la formación de investigadores.
El desfase estructural de España en materia de investigación, desarrollo e implantación de nuevas tecnologías es lo suficientemente grave y preocupante a largo plazo como para justificar una política presupuestaria más laxa. Sobre todo cuando países mucho más desarrollados como Francia y Alemania se permiten ignorar el Pacto de Estabilidad aduciendo razones meramente coyunturales.