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La Atalaya

El Pacto de Islington

En 1885, con Alfonso XII moribundo, los dos principales políticos de la Restauración, el conservador Antonio Cánovas del Castillo y el liberal Práxedes Mateo Sagasta, acordaron el turno ordenado en el poder para garantizar la estabilidad institucional en una España convulsa. El acuerdo se conoció como el Pacto del Pardo y sus efectos duraron hasta 1923, con la dictadura de Miguel Primo de Rivera. En 1994, dos políticos del mismo partido, los laboristas Tony Blair y Gordon Brown, llegaron en el Reino Unido a un acuerdo similar, conocido como el Pacto de Islington, con el fin de unificar las diversas corrientes laboristas y desalojar a los conservadores en 1997 de 18 años ininterrumpidos de gobierno. Gordon Brown, que se consideraba el sucesor del líder laborista John Smith, fallecido prematuramente, cedió ante Blair, favorito en todas las encuestas, y éste, a cambio, puso el control de la política económica británica totalmente en manos de Brown.

El resultado del acuerdo resultó altamente rentable para el laborismo, que en 1997 y en 2001 no sólo consiguió dos abultadas mayorías absolutas, sino que arrebató a los conservadores, reducidos a poco más de 100 escaños, el monopolio electoral de las clases medias. En este contexto es en el que hay que examinar el 'sí, pero no todavía' dado por el Gobierno británico a la entrada del Reino Unido en el sistema monetario europeo (SME). Los famosos cinco tests puestos por el gobierno británico para el abandono de la libra por el euro -convergencia, flexibilidad, inversión, impacto en la City y empleo- no son en el fondo sino reflejo de un problema político y del pulso que, por el control del laborismo, mantienen Blair y Brown. El primero sabe que, sin el apoyo de su canciller, nunca conseguirá su ambición de integrar a Gran Bretaña en la zona euro. El segundo es consciente de que nunca sucederá a Blair como líder laborista sin la aquiescencia del primer ministro. El pulso se vio en la guerra de Irak. Blair consiguió el apoyo de Brown a sus planes a cambio de aceptar un retraso en la decisión sobre la moneda única. Un retraso que se ha visto favorecido, entre otras cosas, por el rechazo de los británicos al euro, superior al 70%, consecuencia de la inactividad gubernamental durante los últimos seis años para pregonar las ventajas de la integración en el SME.

Sin embargo, hay que ser optimista. Por primera vez el gobierno británico ha fijado un calendario preciso, una hoja de ruta perfectamente detallada y ha anunciado que en el otoño enviará al Parlamento un proyecto de ley de referéndum, que podría estar listo la próxima primavera. Los abucheos con que la oposición conservadora recibió este anuncio y la profesión de fe europeísta hecha por Brown ilustran con toda claridad la desconfianza de los euroescépticos hacia los planes futuros del Gobierno. El martes, ante los medios, Blair expresó su esperanza de que el referéndum se celebre durante esta legislatura, que expira en junio de 2006. Por su parte, tanto Bruselas, como París y Bonn, aunque hubieran preferido una decisión inmediata, han acogido positivamente el calendario del Gobierno británico. Blair confía en que su capacidad de convicción, junto a una campaña gubernamental seria a favor del euro, sea capaz de persuadir una vez más a una opinión pública reacia a cambiar de opinión. El problema es que su credibilidad, después del fiasco de las desaparecidas armas de destrucción masiva iraquíes, no está en su mejor momento.

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