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Lealtad, 1

Wall Street no aprendió la lección

A Richard Grasso no le debe sonar mucho aquel viejo adagio de cambiar todo para que nada cambie. Le parecerá razonable pagarse a sí mismo 10 millones de dólares al año, tanto como el presidente de una multinacional cuando, en realidad, tiene un puesto representativo en una entidad, como la Bolsa de Nueva York, que oficialmente no tiene ánimo de lucro.

El de Grasso es sólo un ejemplo. Los escándalos de conflictos de intereses, fraude contable y otras lindezas, que socavaron la moral de los inversores, provocaron una respuesta rápida en los ámbitos institucionales de Estados Unidos. Fue tachada de haberse hecho para la galería, pero fue al menos ágil. Comportamientos como el de Grasso sugieren no ya que el mercado no aprendió la lección, sino que ni siquiera se dio cuenta de la dimensión del problema. Donaldson, cocinero antes que fraile, se ha visto obligado a amonestar a muchos de sus antiguos colegas desde la presidencia de la SEC. A Grasso por haberse excedido en eso que llaman la caridad bien entendida, es decir, la que empieza por uno mismo. Y al primer ejecutivo de Morgan Stanley, por jactarse en público de que la multa por análisis engañosos es una minucia.

¿Acaso Grasso y compañía no se da cuenta de que vive del dinero de los demás, del dinero de los inversores? ¿No es consciente de que urge, al menos, darse una capa de pintura de moralidad y ética empresarial?

Probablemente lo sepan. Pero confiar en la voluntad de los demás no lleva a ningún sitio. Cualquier crisis financiera lleva acompañada una purga de los comportamientos más irregulares y cada época alcista traerá nuevas trampas. Ahora bien, el efecto de esta limpieza sería mucho mayor si los pequeños inversores estuviesen más organizados, si las Bolsas tuviesen un carácter más claramente empresarial y si el regulador del mercado no fuese un cargo político.

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