Valor y precio en la escritura notarial
Dice Schopenhauer que la capacidad del hombre para sacar conclusiones exactas sólo es indubitada si parte de premisas manifiestamente inequívocas, pues en los demás casos está expuesto a enredarse o quedar ofuscado por argucias erísticas. Tal vez por eso la lógica dogmática ha dedicado tantas y tan brillantes páginas a elaborar la teoría de la deducción o el método de la razón, y los escolásticos, en sus sutilísimas sutilezas argumentarias como decía Erasmo, llegaron a catalogar todas las formas posibles de elaborar silogismos correctos según la naturaleza de las premisas, asegurando que cualquier fórmula no catalogada encerraría error en el método y conduciría a conclusiones inexactas.
Así ha ocurrido con una reciente sentencia del Tribunal Económico - Administrativo Central que en pesquisa fiscal ha hecho prevalecer sobre el precio de un inmueble consignado en la escritura pública, el que consta en documentos privados previos, de donde algunos han deducido -y así lo han realzado varios medios de difusión en grandes titulares- una derrota de la escritura pública frente al documento privado, y otros que la escritura ha bajado un escalón en la escala de la fehaciencia documental. Nada más lejos de la realidad. Ni la doctrina de esa sentencia es nueva -tan añeja como el departamento de inspección tributaria-, ni la escritura pública ha visto rebajadas un ápice su importancia y credibilidad.
La clave para deshacer el entuerto de esas equivocadas deducciones está una vez más en la necesidad de no confundir valor y precio. No ya tanto para evitar la tacha machadiana de necedad, cuanto porque el valor de un inmueble es algo objetivo, fijado por un teórico mercado y en consecuencia asequible a la inteligencia, mientras que en la fijación del precio son a veces decisivos factores subjetivos e imponderables, como la singularidad, la afección, la urgencia, la necesidad y hasta el capricho, factores todos ellos que, siendo capaces de moverlo en tramos sensibles hacia arriba o hacia abajo, convierten el precio en algo misterioso e inescrutable.
Una sentencia ha hecho prevalecer sobre el precio de un inmueble consignado en la escritura pública el que consta en documentos privados previos
Esto en seguida lo aprendió el fisco, razón por la que abandonó ese terreno resbaladizo del precio y decidió trasladarse con sus bártulos al ámbito tangible y objetivo del valor, y por eso, salvo que se confiese un precio superior, en cuyo caso la voracidad fiscal seguirá su costumbre secular de optar por lo más mollar, el impuesto nunca se ha girado sobre el precio, concepto subjetivo y escurridizo como vimos, sino sobre el valor de lo comprado, que Hacienda se encarga de averiguar con mayor o menor éxito, a veces incluso pasando la frontera de la realidad.
En cambio la escritura pública, que no es un acta de inspección, sino el soporte de un contrato, está obligada a desenvolverse en el ámbito impalpable del precio, que necesariamente ha de estar consignado bajo tacha de nulidad. Porque es elemento esencial del contrato; no así el valor, que es factor indiferente al contrato y por tanto a la escritura que lo conforma.
Vemos cómo no responden a un sistema ortodoxo de deducción las críticas encaminadas hacia los notarios responsabilizándoles de los bajos precios que a veces confiesan los contratantes en las escrituras, críticas que parten de dos presunciones erróneas. Una, que el notario conoce el valor de lo vendido, cosa improbable y hasta peregrina, siendo como es el valor un factor innecesario, como vimos, en una escritura y que de estar consignado en ella podría ser incluso perturbador si difiere del precio. La otra presunción, también infundada, sería que el notario está dotado de artes adivinatorias o de facultades inquisitoriales para averiguar el precio realmente pagado, cuando, como se sabe, las facultades del notario para indagar ese precio terminan con las declaraciones de los contratantes y, como se sabe, en algunos mercados el precio realmente pagado es un arcano que sólo conocen el que lo paga y el que lo recibe, por lo que el notario, ni auxiliado por todos los arúspices y sibilas, tiene capacidad o facultades, ni siquiera competencia para averiguarlo.
Yfuera de toda lógica quedan también esas deducciones que rebajan el nivel de fehaciencia y seguridad de la escritura pública, cuando Hacienda, en uso de sus facultades -ella sí las tiene- para aumentar la base impositiva, termina por averiguar un precio o valor superior al confesado ante notario y que lógicamente hace prevalecer a efectos fiscales. Esta doctrina, ancestral y reiterada dado el carácter poco escrupuloso de los españoles en materia tributaria, no significa un fracaso de la escritura, porque nunca la escritura ha pretendido garantizar la veracidad del precio o de las demás declaraciones de parte hechas delante del notario.
Las escrituras públicas, cuyo nivel de seguridad no ha descendido sino que sigue aumentando, por ejemplo ahora con su conexión automática y directa con los registros públicos y con otros organismos, siguen constituyendo el documento de máxima seguridad jurídica existente en nuestro sistema. No por un privilegio estamental, sino porque los notarios, con su control obligado en línea de salida, sólo autorizan la circulación de los contratos escriturados cuando han chequeado todos los resortes de seguridad que garantizan que la celebración del contrato ha sido impecable y que por tanto es apto para ser publicado por los registros públicos, obligados a no admitir más que este tipo de documentos mientras quieran mantener credibilidad. Porque en las escrituras públicas el notario controla y da fe de la identidad, capacidad y legitimación de los contratantes, de los títulos de propiedad, del estado de cargas, de la legalidad del contrato, de la fecha de su celebración y de la existencia de las declaraciones que ante él hayan hecho las partes, entre ellas del precio que confiesan haberse cruzado.
Pero ni el notario ni nadie puede garantizar o avalar, como tampoco puede hacerlo el juez en sus autos o el registro en sus asientos, la veracidad del contenido de las declaraciones que ante él se formulan. La fe notarial cubre el hecho mismo de la declaración, no su contenido. La escritura pública es prueba inequívoca e inmodificable de qué precio declararon como tal los otorgantes, no de que sea el verdadero. Así es, así ha sido siempre y no puede ser de otra manera. ¡Menuda bicoca que una simple confesión de parte, aunque sea hecha ante notario, fuera barrera infranqueable para la inspección fiscal!
No quiere ello decir que entre precio y valor o entre escritura y fisco haya un abismo insalvable de incomunicación, no. Hay necesarias, lógicas y obligadas interconexiones. La fundamental, a efectos de esta cuestión, es que siendo el notario un funcionario público sujeto al principio constitucional de legalidad y obligado a colaborar en la realización del derecho, debe, acatando la norma, advertir a los otorgantes de sus deberes fiscales y de las consecuencias de la declaración de un precio falso, e incluso, y con ello salimos del ámbito contractual del precio y retornamos al ámbito fiscal del valor, de la valoración objetiva sobre la que Hacienda fijará la contribución al erario público del sujeto pasivo fiscal, si le ha sido facilitada o le es conocida.
Porque el precio, aunque parezca muy bajo el confesado, puede haber sido el real si intervinieron razones inaprensibles para reducirlo. Y también aquí debe regir la presunción de inocencia.