Discriminación positiva
Hace pocos días, el presidente Bush calificaba como inconstitucional la política llevada a cabo por la Universidad de Michigan al favorecer el ingreso en sus aulas a estudiantes hispanos y negros en detrimento de los blancos. La noticia ha ocupado un espacio relativamente destacado en la prensa, dada la personalidad del autor del juicio, quien con su opinión reflejaba la evidencia de la ruptura de un consenso mantenido en la sociedad norteamericana con relación a las políticas antidiscriminatorias.
Dos casos han sido particularmente comentados. Uno, el caso De Funis. Este joven fue rechazado por la Facultad de Derecho de Washington a pesar de que sus buenas calificaciones superaban a las de sus competidores negros, filipinos, hispanos y nativo americanos, pero privilegiados en razón de las medidas antidiscriminatorias que establecían cuotas. Posteriormente ocurrió algo parecido en el caso Bakke. La Facultad de Medicina de la Universidad de California contaba con 100 plazas, de las cuales 16 correspondían al programa de acceso a las minorías. Bakke, de raza blanca, obtuvo el puesto 84 y no fue admitido. Si hubiera sido miembro de una minoría habría conseguido la plaza en razón de sus méritos. Los dos casos llegaron a la Corte Suprema, y en ambas situaciones el fallo respaldó la constitucionalidad de los programas que fijaban las acciones positivas respecto a las minorías.
A partir de las resoluciones judiciales surgió una literatura jurídica que resaltó la figura de la víctima inocente en los casos de tratamientos preferenciales. Dos críticas de orden práctico venían a formularse. Una, que la flexibilización del principio de mérito favorecía la ineficacia del sistema. Otra, la práctica imposibilidad de conseguir la igualdad, sino todo lo contrario, a causa de la utilización de los estereotipos aplicados a los grupos en desventaja social.
A las observaciones anteriores se añadieron otras de raíz más claramente jurídica. La primera, el abandono del principio de mérito en aras de una justicia distributiva; la segunda, la abdicación del derecho a ser juzgado como individuo para serlo en razón de la pertenencia a una raza o grupo; la tercera, la quiebra del derecho a no ser excluido por razón de la raza a la que pertenece el interesado de manera involuntaria.
La experiencia europea en relación con las prácticas antidiscriminatorias es sustancialmente distinta de las norteamericanas, y no sólo por concentrarse básicamente en cuestiones del género y no de raza, sino por el hecho de que la experiencia estadounidense se une a la idea de la paridad de oportunidad, mientras que en el caso europeo es la paridad de tratamiento entre el hombre y la mujer el centro de todas las acciones comunitarias y nacionales.
En la experiencia del Tribunal de Justicia Comunitaria son ya varios los casos en que se han reflejado las consecuencias que pueden derivarse de la adopción de discriminaciones positivas en favor de la mujer debido a la existencia de una discriminación estructural, y cuyo resultado más inmediata es hacer recaer los efectos sobre una situación individual. Se ha hablado del hombre como víctima inocente, cuando en aplicación de las reglas que se derivan de las acciones positivas éste queda relegado en un proceso de selección laboral, empezándose a construir en su defensa categorías indemnizatorias como el daño súbito o el beneficio perdido. Pronto, el discurso crítico en relación con el conjunto de situaciones apuntadas cobrará importancia, utilizándose el argumento de que las formas de discriminación existentes no pueden resolverse en fórmulas abstractas, sino sobre la base de los actos injustificados y desproporcionados producidos, promoviéndose que los textos normativos y las argumentaciones sean jurídicas y no políticas, es decir, sostenidas en criterios individuales y no de grupo.