Información y gobierno corporativo
Juan Manuel Eguiagaray Ucelay afirma que discutir sobre el gobierno corporativo, por muy importante que de hecho sea, resulta todavía un adorno cosmético más que una terapia real para el mejor funcionamiento de las empresas
Los resultados del Informe Aldama sobre el gobierno corporativo de las sociedades han sido recibidos con tanta moderación y frialdad como corresponde a la naturaleza de sus recomendaciones. Apenas hay nada en ellas que signifique novedad y la decidida prudencia del informe no se sabe si obedece al escepticismo de sus autores sobre la posibilidad efectiva de mejorar las prácticas de buen gobierno societario o al deseo de dejarlo todo abierto para que, ya el legislador, ya cada empresa, en virtud de su capacidad de autorregulación, seleccionen el menú que les parezca conveniente.
Como alguien ha dicho, las expectativas creadas se han transformado en el parto de los montes y el resultado ha sido un ratón.
Contra lo que pudiera parecer no es mi deseo hacer una crítica del informe ni de las recomendaciones formuladas sino contribuir a explicar el porqué de su limitada ambición. Ni los conocimientos de quienes componían la comisión ni la amplitud de su mandato establecían límites a la naturaleza y alcance de sus recomendaciones. Si no han ido más allá de donde efectivamente han ido quizás haya que preguntarse por las razones en vez de emprenderla a golpes con sus autores.
Los resultados del Informe Aldama han sido recibidos con tanta moderación y frialdad como corresponde a la naturaleza de sus recomendaciones
Una primera explicación la da el propio informe al glosar sus antecedentes y, de modo específico, el conocido como Código Olivencia. La introducción en España de las experiencias anglosajonas de gobierno corporativo -en algunos casos ya experimentadas por las empresas de mayor dimensión y presencia internacional- se traduce en la aprobación de las recomendaciones formuladas por la Comisión Olivencia en 1998.
Recibidas con alguna expectación, los datos confirman que su nivel de seguimiento y cumplimiento por parte de las sociedades cotizadas (de las otras es mejor no hablar) ha sido más bien escaso. Como reconoce la Comisión Aldama, 'al cabo de cuatro años no se sabe con precisión hasta qué punto ha sido efectivamente aplicado'.
Realmente, los análisis de cumplimiento llevados a cabo por la CNMV no invitan al optimismo sino, más bien, a la tristeza. Y, por otro lado, las encuestas llevadas a cabo en 2000 entre accionistas y expertos por una segunda Comisión Olivencia ponen de relieve que 'si bien los expertos conocen el informe y el Código Olivencia, y lo estiman positivamente, los accionistas apenas lo conocen'.
Con estos precedentes, la exagerada prudencia de la Comisión Aldama parece estar respaldada por algún fundamento. La pretensión de sacudir el árbol del gobierno corporativo resulta un objetivo tan ilustrado como ingenuo, al menos mientras la conciencia general y la exigencia informativa no hayan avanzado mucho más de lo que lo han hecho entre nosotros.
Y con esto llegamos a lo que me parece el meollo de la cuestión. El sistema de economía de mercado se ha visto herido en su credibilidad básica como consecuencia de varios hechos: la recesión americana y la desaceleración general del crecimiento; el brutal pinchazo de los mercados bursátiles a lo largo del último año y medio; las cadenas de escándalos que han hecho perder la fe en las instituciones garantes de la buena marcha de las empresas.
En algunos casos, los organismos reguladores; las empresas de auditoría, casi siempre; los bancos de inversión, los analistas financieros y los medios de comunicación; todos han sido puestos en cuestión. Si muchos ciudadanos han aprendido a costa de sus ahorros que no es razonable fiarse de la información recibida, que los supervisores tienen conocimientos limitados y adoptan excelentes medidas pero sólo a toro pasado y que los gestores más partidarios de la creación de valor para el accionista sienten la irrefrenable inclinación de salvar sus suculentos ingresos a costa de los accionistas innominados, por qué habrían de creer en las excelencias de un sistema en el que los fallos del mercado resultan tan evidentes y, sobre todo, tan dolorosos para el bolsillo.
Esto es lo que ha ocurrido en la economía estadounidense y, en mucha menor medida, en otras europeas. Entre nosotros, acostumbrados a la picaresca, los escándalos domésticos del estilo Gescartera apenas han servido para promover algunas medidas dirigidas a evitar la aparición de groseros casos de delincuencia empresarial y a promover reflexiones de más porte como la que nos ocupa sobre el gobierno corporativo.
Sin embargo, me temo que discutir del gobierno corporativo -por importante que de hecho sea y por apasionante que resulte para quienes se zambullen en los problemas y consecuencias que comporta- resulte todavía un adorno cosmético más que una terapia real para el funcionamiento de las empresas.
Las cosas serían muy distintas si los mercados empezaran a descontar en la cotización de los valores la efectiva introducción de códigos de buen gobierno corporativo, si los fondos de inversión los exigieran como parte sistemática de su política de inversiones, si los medios de comunicación informaran no sólo de los resultados financieros trimestrales de las compañías sino de los avances en su gobierno corporativo y -dando un paso más- de la adopción o no de criterios evaluables de responsabilidad social corporativa. Hoy por hoy, nade de esto ocurre entre nosotros con suficiente intensidad. ¿Qué incentivos existen -en consecuencia- para que la mayoría de las empresas se incline por las prácticas de gobierno que podemos apellidar de virtuosas?
La Comisión Aldama ha debido sentirse bastante cerca de éstas o similares consideraciones al emitir su informe. La conclusión, traducida al román paladino, es que hay que dar tiempo al tiempo y que, entre tanto, lo mejor es optar por la autorregulación según el ámbito y las circunstancias de cada empresa. ¿Una conclusión de descreídos? ¿O, quizás, la conclusión de gente bien informada?
Me temo que la clave es la información. Nada tan necesario como ella y, a la vez, nada tan temible. Si las empresas tienen que informar de lo que no siempre desean hacer y los ciudadanos -llamémosles mercados por el momento- pueden discernir lo que es plausible de lo que lo es menos, quizás empiece a existir una demanda solvente de gobierno corporativo.
Habremos creado un nuevo mercado, sometido a la oferta y la demanda. En ese caso, dejarán de tener sentido actitudes tan agnósticas como la de la Comisión Aldama. Mientras tanto, fuera de los discursos bien sonantes, ¿a quién le importa de verdad que haya consejeros independientes en las sociedades cotizadas? Imaginen ustedes en las que no cotizan en los mercados...