Libertad, solidaridad, igualdad y estabilidad
Existe la creencia, generalizada, de que aquello del ideal democrático de libertad, igual y fraternidad, procede de la Revolución Francesa. No es cierto. La libertad e igualdad se fraguan como derechos sí en 1789. Pero la fraternidad se incorpora a raíz de otra revolución, aunque sólo parisina, con la constitución de 1848. Aquella libertad es igual que la de ahora, derechos individuales, naturales y fundamentales.
La igualdad dieciochesca se refería a la igualdad de derechos, a lo que hoy es la igualdad ante la ley. No se parece nada a su sentido actual, en que la igualdad consiste en el contenido material mínimo de derechos de contenido económico, los derechos sociales.
La fraternidad tiene su prolongación y virtualidad con la solidaridad, que viene a ser su moderna transposición. En su día fue la fuerza que empujó el desarrollo y consolidación de los derechos sociales y en ellos se subsume, aunque conserva la textura fresca de la cohesión social. Pero también es bueno, para no caer en desigualdades que no tienen porqué soportarse fuera de momentos o elementos puntuales, que se subsuma, y así suele suceder, en la acción del Estado y se sufrague con impuestos generales.
Junto a la libertad y la igualdad, los viejos revolucionarios situaron en parangón (Declaración de Derechos de 1789 y Constitución de 1793) la propiedad, la resistencia a la opresión y la seguridad. En cuanto a la propiedad, puede englobarse y se engloba en los derechos individuales y no requiere en nuestros tiempos una consideración tan especial.
La resistencia a la opresión ha perdido su razón de ser en un Estado plenamente democrático y no pasa de ser manifestación de la libertad. Nos queda la seguridad. Ha pasado desapercibida, puede que porque la hubiere. El artículo 8 de la Constitución del Año I (1793) dice que consiste en la protección dada por la sociedad a cada uno de sus miembros para la conservación de su persona, sus derechos y sus propiedades.
Está adquiriendo en estos días una dimensión renovada a través de la seguridad ciudadana, pero no parece que tenga ni merezca una dimensión constitucional especial en este extremo, es la expresión de la garantía por el Estado de los derechos ciudadanos, una de sus esencias y fundamento de su propia existencia. Sin embargo, queda otra manifestación de la seguridad, o muy olvidada o muy poco apreciada. La seguridad económica, la estabilidad.
Qué mejor que acudir al ejemplo. Un amigo me pregunta en qué puede ahorrar. No es ninguna tontería. No se trata de un ahorro de sobrantes, sino de previsión de futuro. Ante la incertidumbre del sistema público de pensiones por la evolución demográfica, la incertidumbre de los mercados financieros y, por ende, de los fondos de pensiones por la inestabilidad bursátil, la imposibilidad de la renta fija por superar la inflación al interés, la cuantía y falta de idoneidad de la inversión inmobiliaria, ¿qué hacer?
Otro diferente y en el fondo igual. Otro amigo me dice si sé de alguna colocación para su hijo. Qué sabe. Un poco de todo. O sea nada, pienso. Lo que quiere decir que posiblemente está condenado al desempleo por la falta de necesidad de empleos no cualificados, la competencia de países terceros y las condiciones mínimas de trabajo -hablo de situaciones legales-.
La adquisición de cualificación laboral para acceder al trabajo en la pyme es literalmente imposible. Los cursos de capacitación son a veces hasta grotescos. No hay formación para camareros pero sí de coctelería. A un chico le enseñan a pelar una naranja haciendo malabarismo pero no a servir. De los oficios en la construcción no hay ni que hacer comentarios.
La estabilidad económica la trata nuestra Constitución de pasada en el artículo 40. Requiere la estabilidad un tratamiento más amplio y conciencia de su necesidad. Ya no basta con que el Estado deje hacer al individuo. Ya no basta con que el Estado garantice materialmente unas condiciones de vida y unas prestaciones de servicios. El Estado debe actuar positivamente para que el ciudadano viva en seguridad y no en incertidumbre.
Los derechos sociales adquieren una dimensión nueva en cuanto requieren una acción estatal determinada y que carece de contenido material. En los ejemplos de antes, el ahorrador no puede exigir que su inversión sea exitosa, pero sí que no exista o se reduzca la inflación, porque no hay ninguna otra manera de garantía del valor. No puede exigir que todos los valores sean seguros, pero sí que existan. El buscador de empleo tiene derecho a que la formación exista y se adecue al mercado de trabajo. E incluso a que el Estado supla la diferencia entre el salario de mercado y el salario legal.
Puede que estemos en el momento en que el mercado y libre empresa no se justifican desde la oferta, sino desde la demanda, en el derecho a obtener los mejores bienes y servicios al mejor precio, valiendo aquéllos en cuanto sirven para conseguir éstos.