Argentina y sus indicadores
Como se sabe, los indicadores económicos anticipados intentan diagnosticar con celeridad cualquier síntoma de recuperación o de crisis económica sin esperar al cierre de los periodos contables, y a veces sin contar con la totalidad de la información. De este modo, los responsables económicos siguen con atención las variaciones del PIB, de los índices de inflación, del déficit comercial y del fiscal, de los flujos de inversión extranjera y de cuantos indicadores tienen a su alcance para intentar reaccionar cuanto antes, y por tanto con la mayor eficacia, ante cualquier coyuntura.
Precisamente, basados en la evolución positiva de algunos de sus indicadores económicos, como la recuperación de las reservas en 10.050 millones de dólares o la apreciación del peso frente al dólar en un 71%, los responsables de la economía argentina acaban de desbloquear las cuentas corrientes como paso hacia la normalización y cabe esperar que, en esta ocasión, los indicadores resulten más consistentes que durante el año pasado, cuando sorprendentemente pasó inadvertido, tanto a las autoridades monetarias argentinas como a las internacionales, que se estuvieran produciendo unas transferencias de divisas al exterior, nada menos que desde mayo hasta diciembre de 2001, que iban a acabar alcanzando un volumen tan descomunal como el de 160.000 millones de dólares.
Este procedimiento de enjuiciar la validez de los indicadores económicos a la vista de cómo funcionaron en la previsión de acontecimientos verificables, como la actual crisis argentina, la de México de 1994 y las asiáticas de 1997-1998, resulta poco alentador.
Y el problema del escaso valor predictivo de los indicadores no se limita al terreno económico, sino que parece extenderse a los indicadores sociales, que se supone han de servir para interpretar qué ocurre en campos de preocupación como la salud, la educación, el trabajo, etcétera, cómo han evolucionado y de qué modo es previsible que varíen en un futuro próximo.
Si observamos, por ejemplo, un problema que está conmocionando a la opinión pública -la muerte por inanición de niños en Argentina-, nada hacía prever, a la vista de indicadores sanitarios, lo que está ocurriendo, hasta el punto de que todos los informes internacionales de fin de siglo destacaban la excelente situación de Chile y Argentina, respectivamente, con un 1% y un 2% de niños malnutridos (menores de 5 años cuyo peso por edad es inferior a la media de la población de referencia menos dos desviaciones típicas), en relación con países como Bolivia, Ecuador y Honduras, con cerca de un 18% de niños malnutridos, y Nicaragua, con un 24%, o Guatemala, 33%.
Aunque el problema de la muerte por desnutrición tiene una larga y dolorosa gestación y no surge por sorpresa, podría argumentarse que, desde la referencia de los datos manejados en los citados informes, alrededor de 1995, la crisis económica argentina ha precipitado un problema antes inexistente, pero tampoco indicadores más recientes parecen mostrar una tendencia preocupante ni mucho menos alertan sobre el territorio donde parece estarse localizando el problema, a la vista de la atención que viene recibiendo por los medios de comunicación.
En efecto, en Tucumán la tasa de mortalidad infantil por 1.000 nacidos vivos alcanzaba en 1999, último dato disponible, un valor de 22,5, cifra inferior a la mortalidad registrada en otras divisiones político territoriales argentinas como Chubut, Córdoba, Formosa y Jujuy y, desde luego, extraordinariamente inferiores a las de Bolivia, que superan los 60 menores de 1 año fallecidos por cada 1.000 nacidos, y a las de Guatemala, Nicaragua, Brasil, Ecuador y Perú, donde la tasa de mortalidad infantil alcanza valores superiores al 40 por 1.000.
El hecho de que los indicadores señalados no hayan funcionado de un modo satisfactorio en la experiencia argentina no debe limitar los esfuerzos que se vienen realizando durante los últimos 40 años por conseguir un marco de indicadores económicos, demográficos y sociales que sirva para interpretar la realidad y, lo que es fundamental, establecer las conexiones entre los diferentes campos de conocimiento.
El contraste de lo reflejado por los indicadores y lo ocurrido en la realidad refuerza las características que se han de exigir a los indicadores, de ser expresivos de lo que quieren medir, realizarse de modo homogéneo para facilitar la comparabilidad entre grupos sociales y territorios y, desde luego, facilitarse con la mayor prontitud, porque no se trata de acumular documentación de interés para los historiadores, sino de actuar de inmediato ante cualquier problema que pueda presentarse.