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Tribuna
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Inversión pública y equilibrio presupuestario

Muchos países europeos están adoptando iniciativas presupuestarias que obligan al equilibrio o al superávit de las finanzas públicas. Se trata de un cambio notable en la forma de concebir la financiación de la actividad y las prestaciones del Estado que suscita multitud de interrogantes. A debatir sobre esta relevante cuestión se ha dedicado un reciente curso, celebrado en San Sebastián (Universidad del País Vasco y Fundación BBVA) bajo el sugerente lema Viviendo en un mundo de presupuestos equilibrados.

Las cuestiones planteadas por esta tendencia generalizada hacia el equilibrio presupuestario van mucho más allá de la retórica, hasta el punto de que los países que más firmemente han defendido las reglas de ortodoxia presupuestaria en Europa, como Francia y Alemania, están comenzando a sentir sus rigores. Otros, y en especial aquellos que, como España, tienen una estructura política y administrativa descentralizada, se enfrentan a la necesidad de trasladar al ámbito interno -legislación e instituciones- los criterios de disciplina fiscal, tarea que con frecuencia no resulta pacífica.

Una de las críticas dirigidas contra la norma española de equilibrio (Ley de Estabilidad Presupuestaria, LGEP) se funda en la preocupación por sus posibles efectos negativos sobre la inversión pública. Se trata de una crítica a la que no le falta respaldo en la teoría y en la evidencia. En efecto, los gastos públicos de inversión son candidatos naturales a los recortes, por razones de vulnerabilidad política, al tratarse de la categoría de gastos menos rígida.

No es discutible la conveniencia de seguir la reducción de la brecha en infraestructuras que separa España de los países europeos más avanzados

La evidencia internacional sobre esta asociación entre reducción del déficit y disminución de la inversión pública es abundante. En los países de la OCDE las consolidaciones fiscales han venido acompañadas de reducciones en la inversión pública en cuatro de cada cinco casos durante las últimas tres décadas. España no es una excepción. Si relacionamos el cambio en el peso de la inversión pública en el PIB con los cambios en el ratio del déficit estructural primario sobre el PIB, para el periodo 1964-2000 se tiene que cada punto porcentual de reducción del déficit primario estructural ha venido asociado a una caída a corto plazo de la inversión de casi 0,2 puntos, una cifra que resulta desproporcionada en relación al peso de la inversión en el presupuesto de gastos, inferior al 10%, o a su participación en el conjunto de gastos e ingresos, pues éstos también pueden utilizarse para reducir el déficit.

Dados los efectos positivos de la inversión pública sobre la productividad del sector privado y el relativo retraso de España en materia de infraestructuras, ¿hasta qué punto la LGEP puede poner en riesgo el mantenimiento del impulso inversor de los últimos 15 años?

Hay razones de peso que no autorizan a ser excesivamente pesimistas a este respecto. No existe una relación de largo plazo entre la tasa de inversión pública y el déficit, ni se detecta causalidad estadística entre ambas variables en ninguna dirección. En otras palabras, la asociación estadística entre los cambios en el déficit y en la inversión sólo se verifica a corto plazo, siendo la inversión pública independiente del déficit a medio y largo plazos.

El caso español es ilustrativo. Entre 1995 y 2001, el déficit total disminuyó en 6,5 puntos del PIB y el déficit primario estructural mejoró algo más de un 4%. Sin embargo, como muestra el gráfico, los gastos de inversión, tras un recorte apreciable en 1996, recuperaron pronto un nivel similar al registrado en 1995, año previo al inicio de la formidable consolidación presupuestaria de la segunda mitad de los noventa.

De cara al futuro, no debe olvidarse que la mayor parte del ajuste necesario para cumplir en sentido estricto con la LGEP está ya realizado. El presupuesto está a poco más de un 1% del superávit estructural que permitiría el juego de los estabilizadores automáticos, sin que de ello se derivase un desequilibrio presupuestario.

Desde un punto de vista teórico, algunas críticas se han dirigido al incumplimiento de la llamada regla de oro, según la cual estaría justificado mantener un déficit en la medida en que viniese motivado por los gastos de inversión, ya que los rendimientos futuros de esa inversión ofrecerían la base impositiva de la que recaudar impuestos para hacer frente al pago de intereses y a la devolución del principal.

La lógica de esta regla tropieza con problemas prácticos y dudas doctrinales que hacen dudosa su optimalidad, por varios motivos. Primero, porque crea incentivos a clasificar gastos corrientes como gastos de capital. Segundo, porque no todas las inversiones producen beneficios futuros, y algunas responden a meros criterios de rentabilidad política. Tercero, porque esa regla ignora los gastos corrientes necesarios para que la inversión rinda frutos. Cuarto, porque crea un sesgo favorable a las inversiones en capital físico y contrario a los gastos dedicados a la formación de capital humano, clasificados en su mayor parte como corrientes (educación y sanidad, básicamente) que está poco justificado: ¿es bueno financiar con deuda la construcción de escuelas y hospitales, pero no retribuir a maestros y médicos?

Finalmente, la aplicación de la regla de oro como criterio de distribución intergeneracional tiene una implicación sorprendente. Si es intergeneracionalmente justo que las generaciones futuras paguen con sus impuestos por las inversiones realizadas hoy, debe serlo también que paguen las generaciones actuales hoy por los beneficios que disfrutarán en el futuro en pensiones, sanidad y servicios sociales. Esto implicaría que debemos generar un superávit del 2% o el 3% del PIB durante tres décadas.

La defensa asimétrica de la regla de oro sugiere que sus principales valedores son políticos, siempre atentos a argumentos que permiten financiar gasto con déficit, pero menos sensibles a los intereses de quienes no votan hoy.

En suma, aunque la deseabilidad de mantener los gastos de inversión pública por encima del promedio de los países de la UE, mucho más controvertida es la tesis de que este objetivo resulta amenazado por la LGEP. Ni la necesidad de mantener el nivel de inversión pública justifica un déficit, ni el objetivo de equilibrio o superávit debe tener un efecto apreciable sobre la inversión pública más allá del muy corto plazo.

No es discutible la conveniencia de seguir reduciendo la brecha de infraestructuras que separa a España de los países más avanzados de la UE. Existen, sin embargo, otros significativos déficit de capital -humano y tecnológico-, a los que el sector público hace frente en gran medida con el presupuesto corriente, merecedores del mismo o mayor esfuerzo.

Flaca contribución a la estabilidad y el crecimiento sería la de una ley que equilibrase las cuentas públicas a costa del potencial de crecimiento. Pero igualmente frágil sería la derivada de una defensa indiscriminada de los gastos de capital físico, con frecuencia ajena a criterios de rentabilidad social a largo plazo.

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