Religión y economía
Cuenta la religión de un pueblo a la hora de explicar su mayor o menor desarrollo económico? Max Weber, en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, publicado en 1905, dio una respuesta positiva a esta pregunta mostrando las ventajas del protestantismo calvinista de cara al crecimiento económico. Un siglo después son pocos los que piensan que el catolicismo puede perjudicar el crecimiento, sobre todo después de los éxitos económicos en estos últimos 25 años de naciones predominantemente católicas como Irlanda o España en la Europa occidental, o la favorable experiencia de la católica Polonia entre los países ex comunistas.
Sin embargo, si el enfrentamiento protestantismo-catolicismo ha dejado de interesar, hoy está muy extendida la idea de que el islam perjudica el desarrollo económico. Y hay algún fundamento para pensar de esta forma, pues, dejando aparte África, la mayoría de los países islámicos permanece todavía en el subdesarrollo.
No obstante, este año se han elaborado algunos estudios que pondrían en duda los efectos negativos de la religión islámica sobre el desarrollo económico. Hace unas semanas la Fundación Fride presentó un trabajo destinado a averiguar lo que tienen que hacer los países para aprovechar mejor la ayuda para el desarrollo.
Una empresa consultora estudió la experiencia comparada de algunos países y llegó a la conclusión de que el mejor ejemplo del impacto beneficioso que puede tener una adecuada infraestructura institucional para el desarrollo económico y social es el de Malaisia, un país de religión mayoritaria islámica. Es posible que la religión importe, pero, con la misma religión, los países pueden tener experiencias distintas precisamente debido a las diferentes políticas y diferentes instituciones.
Este mismo año el Fondo Monetario Internacional ha publicado un documento de trabajo en el que compara las experiencias de dos países islámicos, Malaisia y Pakistán.
La comparación es interesante, porque los dos son países que, después de haber estado colonizados, surgieron como nuevos Estados después de la Segunda Guerra Mundial. Los dos eran países predominantemente rurales. La comparación es interesante, asimismo, porque, como destaca el autor del estudio, ambos países han tenido tasas de crecimiento muy parecidas (el 6,6% en el caso de Malaisia, y 5,3% anual en el caso de Pakistán). Sin embargo, los dos países han tenido experiencias muy distintas en cuanto a la distribución de esa renta. Si ambos empezaron teniendo un 50% de la población dentro de la pobreza en 1970, en el año 2000 en Pakistán había todavía un 34% de pobres, mientras que en Malasia sólo había un 8%.
Un mismo país, con una misma religión, tiene experiencias distintas si cambia sus instituciones. La católica España vivió durante años bajo una economía autárquica que le llevó a retrasar sus posibilidades de desarrollo por muchos años. Sin embargo, sin cambiar de religión, esa misma España, en cuanto abrió su economía y aplicó políticas económicas más ortodoxas, pudo emprender en la segunda mitad del siglo XX un camino muy distinto al que había recorrido durante el primer periodo de la dictadura franquista. No es la religión lo que cuenta, aunque, sin duda, cuenten mucho las instituciones.
Malaisia es un buen ejemplo para demostrar que el islam no tiene por qué perjudicar el desarrollo, siendo un ejemplo no sólo en cuanto a ritmo de crecimiento, sino también en cuanto a la distribución solidaria de ese crecimiento.
Pero quien no esté dispuesto a abandonar sus prejuicios puede encontrar también otras razones para explicar el éxito de Malaisia: su situación geográfica, la importancia de la minoría china, etcétera, que compensen el factor negativo de la religión islámica. Porque, si hay algo molesto, es que la realidad venga a desmontar nuestros prejuicios.