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11-S

Tambores de guerra en la política exterior de EE UU

CONFLICTO Bæpermil;LICO. La llegada de George Bush a la Casa Blanca, en enero de 2001, supuso un cambio en la política exterior de EE UU, que se aceleró tras el 11 de septiembre. Inicialmente, los atentados dieron paso a una voluntad de diálogo que impulsó una gran alianza internacional contra el terrorismo, pero el paso de los meses y la vuelta al unilateralismo de la Administración Bush han acabado por diluirla. Las relaciones entre EE UU y el mundo árabe se han deteriorado y el equilibrio de fuerzas entre aliados y enemigos tradicionales de EE UU en la región se encuentra en plena transformación. La riqueza petrolera de la zona aparece como trasfondo de la amenaza de ataque a Irak. CONFLICTO Bæpermil;LICO. La llegada de George Bush a la Casa Blanca, en enero de 2001, supuso un cambio en la política exterior de EE UU, que se aceleró tras el 11 de septiembre. Inicialmente, los atentados dieron paso a una voluntad de diálogo que impulsó una gran alianza internacional contra el terrorismo, pero el paso de los meses y la vuelta al unilateralismo de la Administración Bush han acabado por diluirla. Las relaciones entre EE UU y el mundo árabe se han deteriorado y el equilibrio de fuerzas entre aliados y enemigos tradicionales de EE UU en la región se encuentra en plena transformación. La riqueza petrolera de la zona aparece como trasfondo de la amenaza de ataque a Irak.

Siete de octubre de 2001. EE UU lanza el ataque contra Afganistán, con la participación de destacados miembros de la Alianza Atlántica, como Reino Unido, Alemania o Italia, y el respaldo de una amplia coalición internacional que incluye a los aliados tradicionales pero que también cuenta con el apoyo de países árabes, musulmanes, asiáticos y latinoamericanos. Todos unidos en la guerra de EE UU contra el terrorismo.

Once meses más tarde, y en vísperas del primer aniversario de los ataques contra EE UU, la comunidad internacional en bloque, con la salvedad de Reino Unido, rechaza los planes estadounidenses para atacar Irak y el tono de las críticas ha subido varios decibelios.

La disparidad de los apoyos a EE UU entre uno y otro conflicto está directamente relacionada con la evolución de la política exterior estadounidense, recuperado el unilateralismo que desde el principio caracterizó a la actual Administración, y los ricos intereses petroleros que se verían afectados por un posible ataque a Irak, en un momento en que el encarecimiento del petróleo por las tensiones en el golfo Pérsico amenazan el ya débil crecimiento económico.

La presidencia de George Bush ha propiciado un giro radical en la política exterior estadounidense, con actuaciones y decisiones al margen del consenso internacional, como el rechazo a la ratificación del Protocolo de Kioto o al establecimiento de la Corte Penal Internacional, que ha conferido un carácter unilateral a su política.

Tras el 11 de septiembre de 2001, EE UU se esforzó por lograr esa alianza internacional que hiciera de la guerra contra el terrorismo un objetivo global, al que consiguió adherir a enemigos tradicionales como Rusia y China, por ejemplo. A cambio, accedió a amparar bajo el paraguas del terrorismo el endurecimiento de las acciones militares rusas en Chechenia y de la represión china contra enclaves musulmanes del suroeste del país.

También Bush recibió el máximo apoyo de sus aliados de la OTAN, cuando la Alianza Atlántica invocó el artículo quinto del tratado, que establece la obligación de la defensa mutua de sus miembros, y todo parecía dirigirse entonces a un nuevo escenario internacional multipolar. Nada más lejos de la realidad.

En su discurso a la nación del pasado 29 de enero, Bush concretó los objetivos antiterroristas en Irak, Irán y Corea del Norte como el nuevo 'eje del mal', y esa definición ya levantó ampollas entre los socios europeos y los países árabes. De todos ellos, es sólo Irak el que ahora concentra las iras estadounidenses.

Irak era una asignatura pendiente para la política exterior estadounidense, que pese a la intensa y costosa Guerra del Golfo de hace 10 años no consiguió desalojar a Sadam Husein del poder. Bush lo incluyó entre sus prioridades de Gobierno, sin que encontrara excesivo apoyo internacional para su causa. La guerra contra el terrorismo sirve ahora como justificación para recuperar ese objetivo inicial de Bush.

Rechazo árabe

El ataque a Irak esconde, además, un reposicionamiento de la política estadounidense hacia el mundo árabe. El amparo a la política de mano dura de Israel contra los palestinos y la negativa a reconocer a Yasir Arafat como interlocutor válido de los palestinos concitó el rechazo de los países árabes, aunque sin repercusiones más allá de la dureza de sus críticas.

Pero los cambios observados en los alineamientos de EE UU en los últimos meses han llevado al mundo árabe a plantear una posición común, inédita en muchos años, de rechazo a su posible colaboración en un ataque contra Irak. Los países árabes ven tras esa acción un intento de EE UU por controlar los ricos recursos petroleros de la región, como argumenta el Gobierno iraquí, y a diferencia de la Guerra del Golfo, no prestarán su espacio aéreo ni sus instalaciones para una operación militar.

Con la nueva administración, Washington ha privilegiado a Marruecos en sus relaciones con el mundo árabe, no sólo por las detenciones de varios supuestos miembros de la red terrorista de Al Qaeda en su territorio, sino también por el papel de contención que la monarquía alauí ejerce sobre los brotes de integrismo que acechan a la región. Como muestra de este protagonismo, el Gobierno estadounidense ha urgido al Congreso a que acelere el debate para firmar un acuerdo de libre comercio con Marruecos, lo que le convertiría en el segundo país árabe, tras Jordania, con un trato comercial preferencial por parte de Washington.

La principal señal de alarma para Washington llegó este verano al conocer que los millonarios fondos de inversión saudíes habían empezado a retirar parte de sus activos de la Bolsa neoyorquina. La medida tiene, en buena parte, un trasfondo puramente financiero ligado a la crisis bursátil y la pérdida de valor de los activos en dólares. Pero la filtración de la noticia por parte de los saudíes se produjo en un momento en que las relaciones entre EE UU y Arabia Saudí no atravesaban por su mejor momento, y cuando Washington había ignorado a Riad en su ronda de consultas sobre los pormenores de su estrategia frente a Irak.

Por si fuera poco, el principal aliado de EE UU en la región, Egipto, ha sido especialmente crítico por los intentos estadounidenses de boicotear el proceso de paz en Sudán y su abandono en el papel de mediador en el conflicto entre palestinos e israelíes. Como advertencia de posibles represalias, Washington suspendió en agosto un programa de ayudas a El Cairo (el mayor receptor de ayudas estadounidenses de la región) con la excusa del encarcelamiento de un activista de derechos humanos en Egipto. Una reivindicación que no ha existido en el pasado y a la que no se ha hecho ninguna referencia respecto al régimen de Rabat.

La creciente tensión en el golfo Pérsico tiene un reflejo directo sobre la cotización del petróleo. El barril de brent, de referencia en Europa, acumula una subida superior al 40% en lo que va de año, y sólo en las últimas semanas el precio se ha encarecido en casi tres dólares. En un entorno de débil crecimiento económico, un alza de los precios del crudo derivada de un conflicto bélico supone una amenaza real a la recuperación, no sólo de EE UU, sino de todo el mundo. La decisión que adopte la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) el próximo día 19 será decisiva para el rumbo de la economía en los próximos meses.

Tensiones con Europa

Aunque el terreno del conflicto bélico se ciñe, en sentido estricto, a Afganistán e Irak, la guerra también ha estado presente en las relaciones entre EE UU y sus principales aliados. El terreno más evidente, en el caso de Europa, ha sido el comercial, donde EE UU ha aplicado una batería de medidas unilaterales contra los mismos socios a quienes pedía su apoyo para la guerra contra el terrorismo.

La aplicación de aranceles a las importaciones de acero de hasta el 30% y el incremento de las ayudas agrícolas un 70% para subsidiar la producción han llevado el enfrentamiento entre EE UU y la UE a las puertas de una guerra comercial en el seno de la Organización Mundial del Comercio, donde aún subsiste la amenaza de sanciones y represalias por ambos.

Bruselas se ha sentido ignorada por Washington a la hora de tomar decisiones en la guerra contra el terrorismo. Sólo Reino Unido ha logrado jugar un papel de interlocutor y socio privilegiado a costa de respaldar inequívocamente cualquier decisión adoptada por Bush.

De antiguo enemigo a socio estratégico

 

 

El presidente ruso, Vladimir Putin, aprovechó la oportunidad de ofrecer ayuda de inteligencia sin precedentes para la 'guerra contra el terrorismo' de EE UU, lo que le permitió reacomodar a Rusia como un aliado de confianza y un socio estratégico privilegiado.

 

 

 

 

 

 

 

'Desde el punto de vista estadounidense, no hay dudas de que Rusia dio un salto en la lista de socios posibles', opina Philip Gordon, de la Institución Brookings de Washington. La reciente aceptación por Rusia de uranio yugoslavo en una operación financiada por EE UU es una prueba clara de la nueva confianza de Washington en Moscú, agregó Gordon.

 

 

 

Lo irónico de esta nueva situación es que el antiguo enemigo a batir, Rusia, se ha convertido desde el 11-S en uno de los primeros aliados, además de un socio energético y antiterrorista mayor para EE UU de lo que puede representar Europa en estos momentos.

 

 

 

'La habilidad de Putin no fue sólo percibir la oportunidad de acercarse a EE UU, sino librarse o eludir de un golpe las críticas de Gobiernos occidentales en torno a Chechenia', afirma Jonathan Eyal, del Real Instituto de Servicios Unidos para Estudios de Defensa, en Londres.

 

 

 

Las posiciones de Putin han tenido claras recompensas por parte de EE UU y promesas de nuevas concesiones en un futuro cercano.

 

 

 

En la cumbre de junio en Canadá, Rusia se sumó como miembro de pleno derecho al Grupo de los Ocho países más poderosos del mundo, aunque su economía diste mucho de ofrecer los resultados que le permitan estar en esa élite mundial. A finales de mayo, la OTAN firmaba un acuerdo de asociación estratégica con Rusia, precisamente el germen que dio lugar en la guerra fría a la creación de la Alianza Atlántica. Se consolidaba así el giro estratégico y el cambio de alianzas más trascendental desde la Segunda Guerra Mundial.

 

 

 

En el terreno comercial, EE UU y la Unión Europea rivalizaron a la hora de reconocer a Rusia como economía de mercado, condición que facilitará su acceso como miembro de pleno derecho a la Organización Mundial del Comercio (OMC), algo que previsiblemente sucederá en 2003.

 

 

 

La economía rusa dista mucho de cumplir los estándares que exige esa calificación, como pueden comprobar los negociadores europeos, pero la tentación del enorme mercado que este país representa para ambas potencias bien merece una nueva disputa entre Washington y Bruselas, aunque en este caso soterrada.

 

 

 

En este escenario, Putin ha sabido preservar cierta presencia y control sobre sus antiguas repúblicas del Asia Central y ha abandonado su vieja reivindicación de establecer un orden multipolar para mantener esa situación privilegiada que Washington le ofrece.

 

 

 

Al mismo tiempo, Rusia no ha renunciado a desarrollar la capacidad comercial en un terreno, China, que es el principal objeto de deseo de las empresas estadounidenses, y de mantener alianzas, principalmente energéticas, con países que, como Irán o Corea del Norte, forman parte del eje del mal diseñado por George Bush. El giro estratégico de Rusia aún está en gestación, pero ya ha demostrado que tiene mucho que decir en el futuro del mercado del petróleo.

 

 

 

 

Pekín gana terreno a Tokio

 

 

A finales de agosto, Pekín y Washington se hicieron un intercambio de regalos largamente esperados a la sombra de los profundos cambios que el 11-S ha producido en las relaciones internacionales.

 

 

 

 

 

 

 

Durante su visita a Pekín, el vicesecretario de Estado estadounidense, Richard Armitage, anunció la decisión de su Gobierno de incluir el Movimiento Islámico del Turquestán Oriental, un pequeño grupo separatista uigur que según China recibe armas y entrenamiento de Al Qaeda, en la lista de organizaciones terroristas.

 

 

 

La declaración se produjo pocos días después de que su anfitrión pusiera en marcha una estricta normativa para intensificar el control sobre las exportaciones de misiles, una decisión que Washington reclamaba desde hace dos años para impedir que países enemigos se hagan con armas de destrucción masiva.

 

 

 

El intercambio de presentes se enmarca dentro de los preparativos del encuentro que a finales de octubre mantendrán el presidente chino, Jiang Zemin, y el estadounidense, George Bush, en el rancho de éste en Tejas. Son prácticas del fino arte de la diplomacia, con el 11-S como telón de fondo.

 

 

 

Jiang Zemin llegará a Tejas con su disposición a colaborar en la lucha contra el terrorismo. Así lo asegura Kong Quan, portavoz del Ministerio de Exteriores, quien dice que China está lista para profundizar la cooperación bilateral. Porque ambos países, afirma, tienen muchos intereses comunes.

 

 

 

Desde que los ataques de Bin Laden derrumbaron el símbolo del poder económico de EE UU y malhirieron el militar (el Pentágono), Pekín no ha perdido el tiempo. Ha aprovechado la corriente y ha incrementado las medidas para luchar contra un fenómeno del que afirma es una de las víctimas. En el último año, según Kong, China ha promovido acuerdos con otros países y, dentro de sus fronteras, ha tomado medidas en campos como el legislativo, la seguridad en la aviación y el control en las fronteras.

 

 

 

Las organizaciones de derechos humanos, como Amnistía Internacional, aseguran, sin embargo, que, cobijado bajo el paraguas de la lucha contra el terrorismo, Pekín ha incrementado la represión sobre minorías como los uigures de Xinjiang para poner freno a sus deseos separatistas.

 

 

 

Con Estados Unidos, los encuentros han sido intensos. Un claro indicador, según aseguraba recientemente Zhang Guoqin, investigador de la Academia China de Ciencias Sociales, en el Diario del Pueblo, de que Washington está enviando señales para incrementar la cooperación. Para Zhang, la recuperación económica y la guerra contra el terrorismo se han convertido en tareas prioritarias de Bush, y esta política es buena para China. Desde su punto de vista, EE UU está aceptando poco a poco el hecho de que su rival es cada vez más fuerte, y está cambiando, de forma planificada, su competencia con Pekín del campo ideológico y la mentalidad de guerra fría al terreno económico.

 

 

 

Una situación que Tokio ve con inquietud, ya que China se ha convertido en una potencia emergente, cuya economía amenaza con superar la de Japón en esta década y que, de hecho, ha reducido su influencia en la región.

 

 

 

 

 

 

 

 

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