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Columna
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Accidentes laborales, la hemorragia que no cesa

Antonio Gutiérrez Vegara

El primer reto que se plantearon los agentes sociales y el Gobierno al empezar la presente legislatura fue precisamente el de reducir drásticamente la tasa de siniestralidad laboral en España, la más alta de la Unión Europea. Se constituyó una mesa de salud laboral para negociar medidas específicas al respecto y el presidente del Gobierno encargó al del Consejo Económico Social -entonces Federico Durán- la elaboración de un informe que, además del diagnóstico, incorporase propuestas sobre salud y seguridad en el trabajo.

Durante el segundo semestre de aquel año 2000 se registró una ligera caída en la tendencia de accidentes mortales. La explicación de tal inflexión era tan sencilla como injustificable su discontinuidad: se había comenzado a actuar.

Por fin se había puesto en marcha -con un año de retraso- el Plan de Actuación sobre las 30.000 empresas que registraban el mayor número de accidentes laborales. Un plan consistente en que fueran visitadas por la Inspección de Trabajo, con el acompañamiento de representantes sindicales, más con el cometido de asesorarlas en materia de prevención que de instruir procesos sancionadores.

Aunque también aumentó en 200 personas -de 500 a 700- la plantilla de inspectores de Trabajo (España sigue teniendo un cuerpo de inspectores que representa aproximadamente la tercera parte que el de los países centrales europeos) y la consecuencia inmediata fue que se elevaron las acciones inspectoras en un 25%.

Asimismo se había anunciado un programa para la coordinación entre las fiscalías territoriales de todas las comunidades autónomas, la Inspección de Trabajo y los agentes sociales.

Además, la importancia de la formación de los trabajadores y de los empleadores en el campo de la prevención de riesgos laborales quedaba subrayada con un nuevo impulso por parte de las organizaciones sindicales y patronales, aun antes de contar de manera tangible con la financiación comprometida por las Administraciones públicas para este capítulo de la formación profesional.

Pero demasiado pronto se truncó aquella dinámica de actuación contra la siniestralidad laboral, quedando relegada a un segundo plano por el Gobierno, que interfiriendo en el diálogo social colocó en primer término la reforma de las reformas laborales pactadas cuatro años antes y que han acentuado la causa más determinante de los accidentes en España: la precariedad laboral.

Se interrumpieron las acciones que tan alentadores resultados estaban dando y las medidas contenidas en el informe del Consejo Económico y Social, entregado en el mes de marzo de 2001, tampoco se han tenido en cuenta.

En tales circunstancias también se notaron pronto las consecuencias, pero en este caso negativas. El año pasado terminó con un repunte considerable de las bajas laborales por siniestralidad y los accidentes con muerte en España fueron el 18,7% del total de los ocurridos en el conjunto de la Unión Europea.

En los seis primeros meses de este año ya se había contabilizado un alza del 11,3% en los fallecimientos laborales y durante los meses de julio y agosto últimos han rondado la treintena, dándose un mayor número de casos en Cataluña, seguida de Andalucía, Madrid y la Comunidad Valenciana.

Es lamentable que una lacra constante en nuestro mercado laboral, que arroja anualmente casi 2.000 muertes y alrededor de un millón de accidentes con baja laboral, que atenta permanentemente contra la salud de los trabajadores provocando un catálogo de enfermedades profesionales cada vez más amplio y un sinfín de lesiones musculoesqueléticas con secuelas graves para quienes las sufren, sólo sea motivo de atención ocasionalmente cuando varios accidentes mortales se concentran en unos días, como ha ocurrido este verano.

Pero peor aun han sido las reacciones oficiales ante tan trágica actualidad.

La primera ocurrencia de un portavoz gubernamental, achacándole a los accidentes en trayecto hacia el trabajo el mayor índice de siniestralidad español respecto al resto de Europa, no pudo ser más desacertada, porque es la legislación laboral y no un criterio estadístico la que considera dichos accidentes como laborales. Y también fue muy desafortunada porque las últimas muertes se acababan de producir en los puestos de trabajo, dos en una planta química de Mollet del Vallés y otra en una subcontrata de Fecsa Endesa en Tossa de Mar, en los dos casos en Cataluña.

Más incalificable ha sido la respuesta del presidente de la patronal catalana Foment del Treball, quien en lugar de fomentar una mayor cultura preventiva y la inversión en medidas de seguridad entre los empresarios (dado que se incumple la Ley de Prevención en más del 50% de las empresas, catalanas y españolas en general), les ha facilitado una coartada echando toda la responsabilidad de los accidentes sobre los trabajadores porque según él 'son los que bajan la guardia en seguridad laboral'.

El último en salir a la palestra ha sido quien debería haber sido el primero en hacerlo, el nuevo ministro de Trabajo.

Con más tablas políticas pero con menos conocimiento del asunto por su todavía reciente aterrizaje en el terreno sociolaboral, ha sugerido la aprobación de 'nuevas medidas para frenar la siniestralidad laboral', pero sin concretar ninguna.

Puede ahorrarse el ministro su esfuerzo imaginativo. Más urgente es emplear todas las fuerzas y responsabilidades en lograr el cumplimiento de las medidas vigentes, desde la Ley de Prevención de Riesgos Laborales hasta las contenidas en el informe Durán.

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