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Tribuna
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Siniestralidad, los deberes por hacer

El Gobierno volverá este mes a suspender en seguridad y salud en el trabajo. Y, seguramente, cuando recoja la papeleta no le pillará de sorpresa. El sector de construcción registra una escalada sangrante y doliente en accidentes laborales.

Tan sólo en julio se produjeron 21 accidentes mortales y 52 graves. En términos de provisionalidad, agosto predice la continuación de esta tendencia alcista. Se corre el riesgo de convertir lo que debería ser recibido socialmente como excepcional, anómalo e intolerable en cotidiano con la consiguiente pérdida de interés e intensidad en las voluntades para corregirlo.

Prestigiosos doctores en Derecho, analistas de variada índole y procedencia, altos responsables de las distintas Administraciones, todos han dado ya su diagnóstico y magistrales tratamientos. Sin embargo, la construcción protagoniza, día a día, las páginas y los tiempos destinados a lo trágico, lo luctuoso, lo hasta ahora irremediable.

No es cuestión de entrar en dialéctica: descuido, fallo humano o incumplimiento de medidas de seguridad, deber de cuidado y vigilancia, etcétera. Nos equivocamos. No se trata de averiguar la causa, como conclusión final. Hay que llegar a la determinación de la conducta (prioridades equivocadas, sentido común obnubilado por la prisa, el salario sustentado en una producción cuantitativa alejada de la ética de las calidades y por último la formación) que motivó la aparición causal desencadenante del accidente.

Se pueden poner 18.000 inspectores de trabajo (falta hacen), ejércitos de asesores, prevencionistas, formadores, vigilantes, coordinadores... Cuando alguno de ellos se dé la vuelta, baje la guardia o simplemente no llegue al tajo, la conducta equivocada hará su cometido. Y con lo anterior, no digo que no sean necesarios. Lo son. Ahora bien, sólo corregiremos la conducta de las voluntades si combatimos las auténticas deficiencias estructurales del sector.

Los métodos de producción siguen anclados en el pasado. Se actúa por la inercia de la costumbre sin sometimiento a criterios de organización eficiente del trabajo y, lo que es peor, no se piensa, ni recala en los métodos de seguridad y salud aplicables ya al proyecto constructivo, ya desde el diseño, ya desde la idea en plano. ¿Cómo es posible, por obvio, realizar los cálculos de las resistencias para ejecutar un puente, una presa, etcétera, y no pensar, ni calcular, ni diseñar las medidas de seguridad singulares, particulares que deberían adoptarse en su construcción? ¿Por qué no se llega a ese nivel de preocupación, atención y minucia con las cuestiones de seguridad y salud? ¿Se le teme más al impacto que puede provocar el desmoronamiento, la caída, el fracaso de la obra erigida, que a lo que pueda ocurrir durante su construcción? ¿Quién permite estos criterios de preeminencia en las conductas del diseño arquitectónico? Y si de conductas preeminentes escribimos, continuemos con los plazos de ejecución: ¿cómo se determinan?, ¿quién los fija? y ¿a qué criterios obedecen?

La cuestión es sencilla y en parte queda subsumida en el ejemplo anterior: ¿debe obedecer la ejecución de una obra a otra finalidad más esencial que la de hacerla en condiciones dignas de seguridad y salud? ¿Alguna vez este criterio ha sido defendido frente a cualquier otra consideración puramente económica o electoralista?

Lo anterior condiciona. Así la consolidación de los sistemas de trabajo a destajo y a tarea se han convertido en la forma habitual de productividad. La desobediencia a unas jornadas laborales pactadas y por tanto fijadas en los convenios colectivos viene siendo práctica generalizada. El abuso es cotidiano. Se trabaja de sol a sol, estilo la gran pirámide (¡qué poco hemos avanzado desde entonces!).

Trabajar más -que no mejor, ésa es otra cuestión- implica sobreesfuerzo, fatiga, cansancio y, por último, falta de atención desde el operario hasta el encargado y, cómo no, desatención a las cuestiones de seguridad y salud.

Llego a la subcontratación, porque la encuentro a diario. Degradando las condiciones de trabajo, succionando ahorros empresariales en el mantenimiento de unos peldaños creados por la prisa, por los volúmenes de obra puestos en escena sin planificaciones sectoriales razonables (¡obra pública redentora!); y también me encuentro certificaciones (facturas) por inversiones en seguridad y salud, libadas en el ahorro, no tan pueril, de costes que deberían sufragar aquello que realmente debió disponerse.

Por si ustedes, señores del Gobierno, decidieran asistir -ya con demora- a clases de recuperación, les puedo recomendar cierta academia en la que, aparte de la asignatura de marras, complementan estos conocimientos con seminarios monográficos. Unos troncales: La ruptura del principio de aseguramiento en las prestaciones de todo orden derivadas de accidentes laborales por incumplimiento u omisión de medidas de seguridad y salud (me han dicho que acortarán el título por El que daña, paga); otros específicos para el sector: Criterios de solvencia económica, técnica y preventiva para actuar como empresario en construcción.

De momento, los deberes están todavía sin hacer.

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