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Columna
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¿Nos vamos a la guerra?

Si algo ha habido de recurrente durante el mes de agosto en el ámbito de la política internacional, ha sido el grado de certeza que existe, al menos en el entorno mas inmediato del presidente Bush, sobre un ataque contra Irak destinado a poner fin al régimen de Sadam Husein. Todo apunta a que la decisión está tomada y será casi inevitable.

La alerta ha cundido en las propias filas del Partido Republicano y por primera vez se han producido claras y rotundas opiniones en contra de tal eventualidad. La más significativa ha sido la de James Baker, antiguo secretario de Estado de Bush padre, que tuvo la responsabilidad de organizar y liderar la llamada coalición internacional contra Sadam Husein que apoyó y participó en la guerra del Golfo.

Otras personalidades norteamericanas se han pronunciado en el mismo sentido: hacer la guerra en solitario en el momento actual no es conveniente para los intereses estadounidenses ni tampoco para sus aliados. Entre éstos, los más próximos, los británicos, se han apresurado a desmarcarse, luego alemanes, españoles…

En el mundo árabe la posibilidad del ataque es rechazada como peligrosa y contraproducente, teniendo en cuenta el empantanamiento dramático del conflicto entre israelíes y palestinos. Los rusos han tomado grandes distancias e incluso Putin se ha permitido una visita a otro de los componentes del eje del mal, Corea del Norte, seguramente para hacer ver a EE UU que su participación en una guerra contra Sadam Husein está excluida y no van a colaborar como lo hicieron en el caso de Afganistán.

Ni siquiera los grandes enemigos del régimen de Sadam Husein, sus vecinos de las monarquías y emiratos árabes, que pasan por ser aliados incondicionales de Washington, han podido ser convencidos de la oportunidad de lanzar un ataque definitivo que ponga fin a uno de los diablos maléficos del celebre eje del mal.

Un país tan necesitado de la ayuda de EE UU como Arabia Saudí está atravesando el peor momento que se haya conocido en mucho tiempo en sus relaciones bilaterales con EE UU. El otro gran amigo árabe de los norteamericanos, Egipto, no se ha limitado al comentario de un portavoz oficial para reflejar la inconveniencia de la guerra; ha sido el propio presidente, Hosni Mubarak, quien en un discurso preparado ha intentado hacer ver a EE UU que tampoco cuenta con él.

Ante esta situación de soledad internacional y arreciando las críticas internas podía pensarse que, en otras circunstancias, Washington se habría tomado un tiempo de reflexión y esperado tiempos más favorables.

No ha sido el caso. Los discursos del vicepresidente, Dick Cheney, y el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, así como del propio portavoz de la Casa Blanca han precisado que EE UU está dispuesto a ir a la guerra en solitario, y para acallar las críticas internas han llegado a manifestar que incluso no piensan pedir la autorización del Congreso, ya que entienden que la posible nueva guerra se justifica para poder terminar el trabajo que no se quiso realizar en la precedente guerra del Golfo: acabar con la figura de Husein.

La posición del Gobierno de EE UU es muy preocupante. De producirse el ataque armado a Irak ya sabemos que sería un ataque final dispuesto a terminar con la vida del presidente iraquí. Sadam Husein no es el caso del panameño general Noriega, a quien se podía capturar vivo y ser juzgado por un tribunal de EE UU.

Noriega se puede pudrir en una cárcel de alta seguridad de Miami con una condena de cadena perpetua. Es inimaginable lo que ocurriría en la nación árabe con un Sadam Husein preso en Guantánamo. Ya sé que se trata de una imagen pero es significativa la aparente determinación de Bush de llegar hasta el final.

Tenemos que comprender que, en unos días, llegamos al primer aniversario del 11 de septiembre y no se ha producido en todo el año ninguna detención significativa para el gran publico norteamericano: Bin Laden, el mulá Omar y la jerarquía de los máximos dirigentes de Al Qaeda parece que se han evaporado.

Es verdad que se han desmantelado algunas redes de financiación y de captación de esta organización terrorista. Pero esto no es suficiente para una opinión pública como la estadounidense, que volverá a sufrir en las próximas semanas rememorando colectivamente la tragedia de las Torres Gemelas.

El castigo ejemplar que prometió el presidente Bush todavía no ha llegado y puede empezar algo tan conocido en esa gran democracia como plantearse cuestiones sobre el liderazgo y la capacidad de su presidente para obtener resultados visibles contra los responsables del enorme sufrimiento infligido al pueblo norteamericano.

No sé si esta situación se arregla con otra guerra, pero puede ser el caso.

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