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Tribuna
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Por quién suben las tarifas

Alejandro Inurrieta sostiene que el papel de los reguladores para los sectores de servicios básicos, como electricidad o telefonía, debe repensarse en la UE. El autor propone crear supervisores de carácter supranacional

Es bien sabido que un marco claro y estable en las tarifas de servicios básicos, como electricidad, telefonía o carburantes, es esencial para las decisiones de consumo e inversión por parte de los agentes.

En las últimas semanas se ha observado un cambio drástico en la política de tarifas que el Gobierno piensa aplicar a partir de ahora, y hasta 2010, en el sector eléctrico, manteniendo por tanto el control de la tarifa, incluso después de su plena liberalización. Este cambio supone que los consumidores van a ver incrementada su factura eléctrica al menos un 2% durante los próximos años. Eso sí, queda el consuelo de que en términos reales seremos más ricos, pareciendo un logro el incumplimiento sistemático de los objetivos de inflación oficiales.

Esta medida, además, condiciona a los próximos Gobiernos, que podrían derogarla o mantenerla, creando una cierta inseguridad a los agentes, pues no deja de ser un arma electoral el juego con las tarifas de este tipo de servicios.

A esto hay que añadir el debate abierto sobre la supresión de los precios máximos en el sector de telefonía, con la intención clara de poder elevar las tarifas, y por último, todavía colea en alguna fiscalía la presunta colusión en precios de las compañías petroleras que, curiosamente, tras la eliminación de los precios máximos, han podido trasladar a los consumidores, como manda la ortodoxia microeconómica, los cambios operados en los costes.

Estas prácticas empresariales y el papel del regulador, que en algunos casos ejerce de juez y parte, lleva a una reflexión, cuál ha sido el efecto sobre el consumidor del paso de los otrora denostados monopolios públicos, a este sistema híbrido de sectores cuasi liberalizados, sin competencia y con control de tarifas por parte del sector público.

La realidad es que en muchos casos la calidad del servicio ha empeorado, apagones eléctricos, falta de cobertura en telefonía, mala calidad en la conexión, lentitud en el acceso a Internet, etcétera. Por sobre todo, unas tarifas que, en el caso de la telefonía, distan mucho de ser lo suficientemente competitivas como para justificar la mala calidad del servicio.

¿Qué ha hecho el regulador ante esta nueva situación? Las continuas quejas de usuarios o las multas que la CMT (Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones) ha impuesto a la principal operadora, en muchos casos por prácticas restrictivas a la competencia, demuestran la resistencia a la implantación de un mercado competitivo, fruto del historial del sector.

Pero la actitud del ejecutivo no se aleja mucho de la nostalgia, a pesar de la realidad que nos dice que las empresas de estos sectores son plenamente privadas y su marco de actuación se enmarca dentro de mercados aparentemente liberalizados, si no en su totalidad, encaminándose hacia ello.

También se demuestra ahora esta lucha por evitar la plena competencia en el interés por la concentración del sector de las telecomunicaciones, en aras de mejorar la eficiencia del mismo. Esta transición, desde el monopolio a la multitud de empresas para acabar en el duopolio, no es nueva ni en el tiempo ni en el espacio. Ejemplos tenemos varios, como la aviación comercial en EE UU en los años ochenta, que ahora ha llegado a España y a Europa en general, o la propia estructura de las telecomunicaciones en EE UU, que tras la atomización, la lógica del mercado ha llevado de nuevo a niveles de concentración elevadas.

Esta transición demuestra que este tipo de servicios son especiales y que no es posible aplicar la teoría de competencia perfecta con multitud de empresas y ausencia total de poder de mercado. La existencia de barreras a la entrada, con costes hundidos o no recuperables muy elevados, hace muy complicada la entrada de nuevos operadores y por tanto al final el bienestar del consumidor se resiente, por mayores precios y menos calidad.

Por ello, el papel del regulador y del ejecutivo debe repensarse. En primer lugar, y en el marco de la UE, debería constituirse un regulador supranacional. No es de recibo que unos países abran su mercado a la competencia y otros no, cuando en el caso francés y español será muy beneficioso en el campo eléctrico, lo que demuestra que se sigue protegiendo a empresas y sectores nacionales, ejemplo de miopía económica.

En segundo lugar, el control de una parcela no desdeñable del IPC no cuadra con una economía plenamente liberalizada. Sólo se entendería para poder ganar algún rédito electoral o para satisfacer intereses empresariales encubiertos.

En consecuencia, la estructura de un mercado duopolístico (sólo dos empresas) con potestad de fijación de tarifas públicas y escaso control de la calidad de los servicios, no parece ser lo mejor para el bienestar del consumidor, pero tampoco para una actuación responsable y eficiente de las empresas.

Tal vez habría que pensar en un marco en el que, dados los costes ingentes para proveer estos servicios, el Estado debería acometer las inversiones en la infraestructura del servicio (redes telefónicas, ferroviarias o tendido eléctrico) y su mantenimiento, y dejar la comercialización y distribución al sector privado que podría ejercer su actividad en un régimen de competencia perfecta, en igualdad de oportunidades.

Con ello, el servicio ganaría en calidad, se supone, y las tarifas no estarían reguladas, pudiendo las empresas acometer inversiones con plena libertad. Los consumidores podrían cambiar de operadora sin trabas y sabiendo a quién reclamar en caso de la mala calidad del servicio.

Tal vez esto sea imposible o muy costoso, pero probablemente más eficiente que el marco actual. En cualquier caso, el consumidor sigue pagando las deficiencias de un regulador ineficiente y de unas empresas poco responsables, aunque queda el consuelo de ser algo más ricos en términos reales.

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