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Columna
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La teología del valor

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay asegura que no se puede dudar de la revolución de las nuevas tecnologías. Pero se sorprende de que el gusto por la fascinación ocupe el espacio de la racionalidad en la nueva economía

Desde los tiempos remotos los hombres se han sentido fascinados por el valor de las cosas y se han preguntado por las razones que explicaban que algunas de ellas fueran más apreciadas que otras o que las mismas pudieran valer más o menos, en diferentes lugares, en distintos momentos.

Cuando el capitalismo quedó erigido en sistema económico universal, el móvil del lucro, de la ganancia, acentuó el interés por conocer las causas determinantes del valor y de la riqueza. Si éstas pudieran ser conocidas y, además, apropiadas individualmente, tendríamos una buena explicación de los determinantes de la conducta humana y, en suma, del funcionamiento de la economía.

La historia del pensamiento económico, desde los pensadores clásicos hasta la actualidad, está llena de formulaciones alternativas de la teoría del valor: meramente subjetivistas unas; con pretensiones científicas, otras. En todo caso, dirigidas a encontrar el secreto de la transformación del agua en vino, de la pobreza en riqueza, del barro en oro.

Lo que resulta más atractivo de toda esta literatura económica es el afán permanente por descubrir el misterio, el metal precioso que está detrás de los valores reconocidos, el flogisto último capaz de reducir todas las causas a una sola causa eficiente del valor. Como con los viejos alquimistas, quien pudiera disponer de semejante secreto tendría el mundo en sus manos.

David Ricardo creyó encontrar en el trabajo la explicación del valor de las cosas, construyendo una teoría en la que los costes de producción de las mercancías y no explicaciones esotéricas permitían aproximarse a los valores.

El bueno de Carlos Marx, reformulando la teoría de Ricardo, le dio un sentido casi teológico al pretender fundar científicamente la explicación del funcionamiento del capitalismo en el valor creado por el tiempo de trabajo humano. Los trabajadores, en exclusiva, tendrían una tan excelsa como privativa cualidad, la de ser capaces de producir en su tiempo de trabajo un valor superior al valor de la propia fuerza de trabajo adquirida por el empresario. La plusvalía, así apropiada por el empresario, fundamentaría la explotación del trabajo y la teoría del valor se adentraría por derroteros de largo alcance en lo social y en lo político.

Pasaría mucho tiempo hasta que concepciones utilitaristas del valor basadas en la escasez -en la oferta y la demanda- expulsaran a la teología del análisis económico.

El teorema marxiano de la transformación de los valores en precios, diría muchos años después Paul Samuelson, equivalía a utilizar la goma de borrar y escribir de nuevo.

Pero esta expulsión nunca se ha llevado a cabo de modo absoluto. Desde perspectivas bien distintas a la marxista, continúa la fascinación por hallar el santo grial o, dicho de otra manera, la prueba fehaciente de la capacidad divina de los hombres.

El lenguaje lo revela de modo bien patente con la profusión de libros y declaraciones dedicados a explicar la creación de valor por la empresa y para el accionista.

Obviamente, los que consiguen aproximarse con sus acciones a tan divinas cualidades creadoras son situados en el pedestal del éxito y aclamados como nuevos dioses en la nueva economía globalizada.

Lamentablemente, la efímera condición humana parece empeñada en desacralizar tales logros poniendo de manifiesto la vigencia en la economía de la ley de Newton, en virtud de la cual todo lo que sube baja, pero no necesariamente al revés.

De este modo, los modernos creadores de valor para el accionista, sobre todo en estos tiempos de hundimiento de las Bolsas, aparecen con una dimensión mucho más humana, bajados ya de sus pedestales, que nos hacen recordar la vieja sentencia de Machado: 'Sólo el necio confunde valor y precio'.

En última instancia los secretos de la llamada creación de valor no constituyen arcanos tan profundos como se podría pretender. Basta con analizar, por ejemplo, las fases de la cadena de la expresión contable del valor para darse cuenta de dónde pueden surgir los valores añadidos, como estos días se está poniendo de relieve hasta la saciedad.

Un reciente libro de S. A. DiPiazza y R. C. G. Eccles (Bulding Public Trust, John Wiley and Sons, Inc. New York. 2002) lo expresa de modo gráfico (en la imagen) para diseccionar los escandalosos fallos de un sistema que ha permitido que, durante algún tiempo, pasen por valores reconocidos lo que sólo son resultados derivados de mecanismos de información e incentivos inapropiados en la conducta de los agentes económicos y sociales.

La secularización de la sociedad parece un hecho definitivo en nuestra cultura. Sorprende, sin embargo, que en la era de la globalización el gusto por el misterio y la fascinación puedan ocupar el espacio de la racionalidad y que a eso se le haya podido dar el nombre de nueva economía.

Porque no se puede dudar de la revolución iniciada por las nuevas tecnologías en la productividad y en la organización de la vida económica y social. Pero, reconocer el descubrimiento de América no significa identificar la fuerza del comercio internacional con las cuentas de colores de vidrio intercambiadas por el oro y la plata de los indios.

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