Un destino compartido
José María Zufiaur repasa la evolución de la UE desde la entrada en vigor de la Comunidad del Carbón y del Acero. El autor advierte de la necesidad de un salto cualitativo para colocar lo social en el centro de la construcción europea
Hace una semana, el día 23 exactamente, se han cumplido 50 años del acto fundacional de lo que hoy conocemos como Unión Europea (UE). Como es bien conocido, ese día de 1952 entró en vigor la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), con una vigencia de 50 años. Cumplido el plazo y cumplida la misión para la que fue creada, la CECA, cuyas disposiciones han sido, en parte, subsumidas en las de la UE, ha pasado a formar parte de la historia.
Una historia -en realidad toda una aventura- que comenzó el 9 de mayo de 1950 con la célebre declaración de Robert Schuman, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores de Francia, en la que propuso a Alemania la creación de un mercado común para la producción y el consumo de carbón y de acero.
El 18 de abril de 1951, esos dos países, junto a Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, dieron vida a la CECA, mediante el que se llamó Tratado de París, que, como se ha señalado anteriormente, entró en vigor un año y pico más tarde. De esa fuente emanó más tarde, el 25 de marzo de 1957, el Tratado de Roma y una sucesión de reformas que nos han transportado del Mercado Común a la Comunidad Económica Europea y, posteriormente, a la actual UE.
Repasar la historia europea es constatar que la Europa social, la política y la de defensa acarrean 50 años de retraso
Aquélla fue una iniciativa ambiciosa y, en cierta medida, revolucionaria. No era seguramente sencillo en aquellos momentos, sólo cinco años después de finalizada la guerra, que Francia tendiera la mano a la Alemania vencida y le ofreciera construir conjuntamente y en igualdad de derechos una comunidad económica dirigida por instituciones con verdaderos poderes supranacionales. Es verdad que también la necesidad mandaba: las presiones de EE UU para establecer en Europa occidental, un año después de la creación de dos Estados alemanes, una barrera contra el comunismo; el deseo francés de encuadrar el poderío industrial alemán, para evitar cualquier nueva tentación militarista; la aspiración alemana a acabar con el control aliado sobre el Ruhr y poner fin a las limitaciones a su producción industrial. Pero, con todo, el fracaso de otras dos iniciativas que, como la Europa de la Defensa y la de la Comunidad política europea, se intentaron también por aquellas fechas demuestra que el éxito de la propuesta distaba mucho de estar asegurada de antemano.
Por encima de todo ello, lo que prevaleció es la voluntad política de 'estructurar la paz' y recuperar el declive que había sufrido Europa entre 1914 y 1945. Frente a la tesis de Churchill, que quería una Alemania 'rica, pero impotente', se impuso la tesis de Jean Monet de ir construyendo 'mediante realizaciones concretas y creando solidaridades de hecho una comunidad lo más amplia y profunda posible y las primeras bases concretas de una Federación europea, indispensable para la preservación de la paz'.
¿Qué enseñanzas podemos sacar de ese pasado fundacional que nos puedan servir para el debate que sobre el futuro de Europa se está actualmente desarrollando en torno a la Convención aprobada en Laeken? Destacaría tres. Primera, no hay ambición que se sostenga sin presupuesto. La CECA se financiaba con 'recursos propios', mediante un impuesto a las empresas de los sectores afectados (como máximo, el 1% de la cifra de negocios). El presupuesto europeo es el único en el mundo que no se nutre de impuestos propios. Esto es algo que, como ha solicitado el presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, deberá solucionarse en la próxima revisión del Tratado de la UE. Segunda, la capacidad de poner en marcha una política industrial comunitaria, fundada en el diálogo social, es decir, un modelo de intervención sectorial que hoy, con las adaptaciones que fueran necesarias, se echa en falta en otros sectores de actividad, sobre todo ante el desafío que van a suponer las transformaciones industriales en los países de la ampliación. En tercer lugar, repasar la historia europea es constatar que la Europa social, la política y la de defensa acarrean 50 años de retraso. Es verdad que Europa sigue alentando ambiciones fuertes: el euro y la ampliación son decisiones políticas que hace no tanto parecían utópicas. Pero lo que le falta es volver a la concepción europeísta global del principio. El método de los 'pequeños pasos' ha sido eficaz, pero ha desembocado en una construcción profundamente desequilibrada: moneda y mercado único, pero muy poco de todo lo demás.
Ahora volvemos a estar en otro momento fundacional que requiere, como en 1948 en el Congreso de La Haya, del impulso federalista, aprovechando esta suerte de reedición de los Estados Generales de Europa que es la Convención. Necesitamos un salto cualitativo para colocar lo social en el centro de la construcción europea y acabar así con la lógica de concurrencia fiscal y social en la que estamos metidos, para hacer de Europa un actor en la era de la mundialización, para establecer una amplia ciudadanía europea.
Si lo que sale de la Convención Europea es fundamentalmente una adaptación institucional, la legitimidad de Europa ante los ciudadanos seguirá, seguramente, deteriorándose. Y si eso es así, es también probable que los movimientos populistas sigan ganando terreno.