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Columna
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¿Es la purga final?

José Borrell Fontelles repasa la caída de los mercados y augura el mantenimiento de la situación por la pérdida de confianza. El autor cuestiona la fortaleza de una economía que ignora a diversos países

Josep Borrell

Impulsada por una explosiva mezcla de desconfianza e irracionalidad, la debacle de los mercados de valores parece no tener fin, aunque se quiera interpretar cada caída de los índices como la purga final que marca el principio de la recuperación. Ciertamente la corrección ha sido muy fuerte: en lo que va de año la pérdida de capitalización bursátil equivale al 25% del PIB americano y desde los máximos de marzo de 2000 unos nueve billones de dólares de patrimonio financiero se han convertido en humo.

Pero los pesimistas recuerdan que, cuando Alan Greenspan empezó a hablar de la 'exuberancia irracional de los mercados', el Dow Jones estaba en los 6.400 puntos y ahora acaba de romper la cota de los 8.000 ya alcanzada en septiembre pasado. Y, puestos a recordar la historia antigua, el índice Times de la Bolsa de Nueva York cayó de 238 a 36 puntos entre septiembre de 1929 y junio del año 1936.

Queda, pues, margen para que la purga continúe. Sobre todo, porque la duda creada por la proliferación de quiebras y escándalos ha afectado a la esencia misma de los mercados, que es la confianza en los balances y las cifras que se supone reflejan la realidad económica. Pero la situación parece tan dominada por factores psicológicos que cualquier pronóstico no parece sino una apuesta en un juego de azar.

Ahora resulta que los balances de las grandes empresas americanas estaban tan trucados y la información que suministraban era tan falsa como las de la economía planificada de la extinta Unión Soviética. Y los privilegios de sus dirigentes, construidos muchas veces sobre el fraude y la mentira institucionalizada que han llevado a la ruina a millones de empleados y accionistas, son tan aberrantes como los de los apparatchiks de la dictadura comunista.

Ciertamente la peste no justifica el cólera. Pero, si nada se puede construir desde la negación de la libertad, el fracaso del experimento neoliberal nos recuerda que la falta de una adecuada regulación conduce también a la catástrofe.

Lo que ha ocurrido no es sólo que unos cuantos dirigentes de empresa desaprensivos han podido cocinar la contabilidad, acumular deudas fantasmagóricas, seducir a sus auditores y beneficiarse ilícitamente de sus manejos. No se trata, según Bush, de que en el cesto había unas cuantas manzanas podridas, pero que el sistema está básicamente sano. Lo que ha fallado es el exceso de desregulación de los mercados y el abuso de confianza en su eficacia que ha caracterizado el fundamentalismo neoliberal de los noventa.

La realidad obliga a constatar que los mercados no capitalizan eficientemente toda la información. En consecuencia, los precios no son siempre los mejores indicadores de asignación de recursos y la regulación de los mercados no sólo sirve para retardar su genio innovador. El 'mea culpa' de Greenspan, reconociendo su error al creer que el mercado podría resolver solo el problema de la 'criminalidad de empresa', es el mejor desmentido del investors discipline impostors que ha conducido a la catástrofe.

Los mercados hacen muchas cosas mejor que ningún otro sistema. Pero no son capaces de ser sus propios policías ni de asignar recursos en sectores con economías de escala tan fuertes que hacen de ellos cuasi monopolios naturales o producen bienes con un fuerte componente social.

La desregulación de sectores claves ha generado inversiones trillonarias que no tendrán rentabilidad. La sobreinversión competitiva en infraestructuras sin lógica económica y las fusiones y adquisiciones en sectores como las telecomunicaciones aparecen como un puro despilfarro. Ahora el problema es saber hasta qué punto la inestabilidad financiera afectará a la economía real a través de la nueva sociología del inversor, los nuevos sistemas de retribuciones, la solvencia de los fondos de pensiones y la absorción por los mercados bursátiles de actividades en las que antes no intervenían.

Hasta hace poco se nos decía que todo iba bien y que la subida de la Bolsa lo atestiguaba. Ahora el discurso oficial es que todo va bien a pesar de la caída de la Bolsa y que la economía está sana a pesar de que el mercado de valores está enfermo. Tendríamos que dejar de contarnos estas historias falsamente tranquilizantes.

Cómo puede ser sana una economía en la que el crecimiento en Europa y Asia depende de la capacidad de endeudamiento de los consumidores americanos mientras Japón, segunda potencia económica mundial, permanece fuera del juego?

¿Sana, una economía cuya dinámica de crecimiento se refugia cada vez más en el mercado inmobiliario con el riesgo de crear una nueva burbuja que también acabará explotando?

¿Cómo puede considerarse sana una economía mundial que ignora un continente entero, África, y deja a América Latina hundirse en una crisis económica desde Argentina a Brasil?

¿Sanos los sistemas de pensiones por capitalización que han sustituido, con el aplauso de muchos que se reclaman de la izquierda, el pacto político entre generaciones por la habilidad de los gestores en administrar el ahorro individual en mercados tan revueltos?

La purga final, cuando quiera que se produzca, nos dejará unas cuantas bombas de efecto retardado en nuestro sistema socioeconómico.

De ellas hablaremos otro día.

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