El factor humano
Juan Manuel Eguiagaray Ucelay analiza la crisis de confianza que gravita sobre la economía. Los casos de Enron o de Worldcom, asegura, expresan la necesidad del control social sobre la calidad de la información de las empresas
El reciente Economic Outlook de junio de la OCDE expresaba su optimismo en torno a la recuperación de la economía mundial tras la desaceleración de 2001 y los acontecimientos del 11 de septiembre. 'La confianza ha vuelto más rápidamente de lo esperado', señalaba el organismo internacional hace unos pocos días, y agregaba: 'Estados Unidos está liderando la recuperación'. Pocas horas después de formulado el diagnóstico, se hacía realidad una bajada dramática de las cotizaciones bursátiles en el mercado de Nueva York que arrastraba en su caída a las principales Bolsas europeas.
Diferentes hechos parecían darse cita para explicar tan contradictorios resultados. Un descenso en la confianza del consumidor, cercana a cuatro puntos en el mes que acaba de terminar, una serie de malas noticias sobre beneficios empresariales y, de nuevo, la sombra del engaño y de la pérdida de la confianza en el sistema.
La compañía Worldcom, auditada por la ya desaparecida Andersen, reconocía que sus ejecutivos habían engañado a los accionistas manipulando los datos contables para lucir unos 3.800 millones de dólares inexistentes.
El acicalamiento engañoso de la información disponible por el público resulta mortal en una sociedad basada necesariamente en la confianza
Semejante pérdida de confianza se superponía a otros datos de la economía real, principalmente al ajuste de inventarios realizado en la economía estadounidense y al impulso positivo de las políticas monetaria y fiscal de estos meses pasados. Como resultado, las incertidumbres se mantenían abiertas y los oráculos financieros anunciaban un final de trimestre en los mercados de renta variable con referencias inferiores a las de setiembre, nueve meses después de los dramáticos acontecimientos.
Mientras esto ocurre en el país que lidera la recuperación mundial, la recuperación europea parece más retrasada aún y, en consecuencia, las malas noticias agravan las expectativas. El Ibex 35 conoció la caída más alta del año el pasado día 24 (-3,96%), bien acompañado por otros mercados europeos que, en lo que va de año, han acreditado una baja del Euro Stoxx 50 del 17,67%.
Por extraño que pueda parecer los organismos internacionales de previsión económica mantienen sus pronósticos de mejora del tono vital para el segundo semestre del año, si bien rodeándose de las necesarias cautelas a la vista de las incertidumbres y debilidades existentes.
El excesivo recurso al crédito para financiar el alza del consumo en Estados Unidos y la baja tasa de ahorro, la debilidad europea y la falta de dinamismo de su mercado laboral, los riesgos asociados a la situación de Oriente Próximo y la posible elevación de los precios de la energía, etcétera, están entre las cautelas que acompañan el optimismo de los pronósticos oficiales.
Es posible que los hechos de estos días no impidan su confirmación con algún retraso. Para conseguirlo no se trata tanto de alterar el tono de las políticas monetarias o fiscales cuanto de hallar el medio más idóneo para restaurar la confianza perdida, hoy reflejada en los indicadores de confianza y sentimiento de consumidores y empresarios.
Tomemos los engaños constatados de algunas empresas. Son una buena expresión de los factores que restan credibilidad a los pronósticos oficiales y permiten el mantenimiento del pesimismo. Una información que constata resultados negativos es, desde luego, una mala contribución a la recuperación económica. Pero una desinformación, esto es, el acicalamiento engañoso de la información disponible por el público, resulta mortal en una sociedad basada necesariamente en la confianza.
Ocurre con los Gobiernos, que pierden todo crédito cuando son pillados en falta a la luz pública. O cuando los ciudadanos vislumbran las flores marchitas bajo el celofán con que las envuelven los spin doctors del Gobierno. No podría ser de otro modo en la economía de mercado, en tanto la información fluya y sea libre.
La crisis de Enron, la de Andersen, ahora la de Worldcom, son expresiones nada anecdóticas de las necesidades de control social sobre la calidad de la información disponible.
Durante algún tiempo la idea de la autorregulación de ciertas profesiones y la confianza en que, a la larga, los comportamientos antisociales fueran penalizados por el mercado con sanciones económicas, generó actitudes demasiado complacientes, auspiciadas, además, por un neoliberalismo bastante romo.
Lamentablemente, los costes sociales que se derivan de determinados comportamientos no pueden esperar la inexorable sanción del mercado, cuando ésta llega. Es cierto que existe el riesgo de pasar del laissez-faire a la intervención ineficiente, como sabemos hace años. Se me antoja, sin embargo, que el equilibrio no está en el lugar que ahora señalan nuestras normas.
Por poner un solo ejemplo, los riesgos derivados de la falta de control del controlador -léase auditor- se han traducido entre nosotros en la aprobación por el Congreso de una norma por virtud de la cual las empresas de auditoría no necesitan rotar en el ejercicio de tan importantes tareas para la confianza pública. Basta que lo hagan los socios de la empresa de auditoría responsables del trabajo, y eso sólo después de siete años del contrato inicial. ¿ Se puede ser más complaciente?
Quizás la SEC americana [equivalente a la CNMV española] exagere y los responsables de la Bolsa de New York estén demasiado preocupados. O, tal vez, estén más dispuestos que nosotros a impedir la extensión de la pérdida de confianza. Es el factor humano el que marca la diferencia.