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Columna
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La ruptura del diálogo social

Creo que no debo entrar a analizar los contenidos del proyecto del Gobierno para la reforma del desempleo, ni en las propuestas sindicales, como tampoco opinar sobre las posturas que están manteniendo unos y otros en el supuesto proceso de negociación. Mi cercana responsabilidad pública y mi conocimiento personal de todos los protagonistas aconsejan que extreme mi prudencia y respeto.

Pero de lo que sí debo escribir es acerca del evidente deterioro del diálogo social al que estamos asistiendo, intentando analizar sus consecuencias. Algunos asocian diálogo a debilidad. Para estas posturas, la actitud negociadora es propia de personas sin ideas claras ni proyectos perfilados, que no tienen otra brújula en su rumbo que la cesión y el intercambio. Otros, entre los que me encuentro, consideramos que el diálogo es un eficaz e inteligente instrumento para avanzar en la mejora de nuestros sistemas económicos y sociales desde posturas muy definidas y nítidas. No debemos olvidarlo: negocia el que se siente seguro; impone el que es incapaz de sostener su discurso y propuestas en una mesa de negociación.

Nos dirán que con el diálogo apenas se avanza y que siempre se dilatan las perentorias reformas estructurales pendientes. Los hechos, sin embargo, demuestran lo contrario. Tan sólo las reformas obtenidas por acuerdo han terminado teniendo éxito a medio plazo, mientras que solieron terminar en dolorosos fracasos aquellas medidas sociales impuestas y que supusieron quiebras severas en el diálogo social. La historia está ahí para aprender de ella.

El clima de negociación y diálogo ha sido un importante patrimonio social colectivo del que todos nos hemos beneficiado durante estos últimos años. Romperlo será un estéril derroche y tendrá unos severos costes para nuestra sociedad. Brevemente expondré algunas de las consecuencias más previsibles.

Hablamos mucho de la huelga general del 20-J. Yo hablaré poco de ella, ya que cuando se produce la quiebra del diálogo social, el día de paro general es tan sólo la punta visible del iceberg.

Ese día los sindicatos dirán que han paralizado el país y el Gobierno opinará que apenas ha tenido seguimiento. Pero la dinámica de tensión social no terminará ahí. Todo lo contrario, no habrá hecho más que empezar. Notaremos el incremento de presión en las mesas de negociación del último convenio colectivo. Y esto significará una quiebra en la impecable política de moderación salarial que han respetado las organizaciones sindicales. Esta moderación salarial ha sido determinante en el crecimiento económico con baja inflación que hemos disfrutado durante estos últimos ejercicios y que ahora nadie parece reconocer.

Las dinámicas de ruptura se desatan irremediablemente en estas circunstancias. Los unos y los otros irán elevando el tono de sus argumentos y denuncias para justificar sus posturas. Ya hemos oído a portavoces oficiales afirmar que no estamos ante una huelga por motivos laborales o sociales, sino ante una huelga política al servicio de la oposición socialista, o impulsada por motivos internos.

Los sindicatos, como es natural, contraatacarán incrementando los supuestos males que causaría la reforma. La demagogia, a través de frases breves y descalificatorias, no tardaría en aparecer en los respectivos portavoces. Las declaraciones encendidas, propias de estas dinámicas de tensión, producen heridas profundas que tardan en cicatrizar. Por eso, una vez que se rompe la dinámica de negociación y se entra en la de conflicto, se tarda algún tiempo en rehacer un clima de posibles entendimientos.

El conflicto llega en el peor de los momentos, cuando la presión inflacionista se combina con una desaceleración económica que no parece tocar todavía fondo. Tendremos más conflicto y más reivindicaciones salariales, de eso podemos estar seguros, independientemente del resultado del 20-J. ¿Cómo puede incidir esto en la economía?

Otro afectado será el consumo doméstico, que se ha mantenido sólido durante este ejercicio, sirviendo de base para un razonable crecimiento. La inquietud creada entre la población asalariada ante el posible debilitamiento de la red de seguridad que suponen las prestaciones por desempleo determinará la disminución del consumo. Algo parecido pasó con los pensionistas cuando, en 1993 y en plena crisis, se lanzó a la opinión pública la idea de la insostenibilidad de las pensiones públicas. Aquella acusada disminución del consumo cebó aún más la profundidad de la crisis.

No debemos permitir que se rompa el patrimonio que supone el diálogo social. Es difícil aventurar si los contenidos de la reforma del desempleo serán positivos o negativos. En todo caso, nos parece que no merece la pena llevarlos adelante a costa de dinamitar el diálogo social. El Gobierno y los sindicatos tienen la responsabilidad de ceder en algunas de sus posturas maximalistas. Nadie saldrá ganando en el horizonte de conflicto que comenzamos a otear. Por el contrario, todos perderemos.

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