Una cumbre desvaída
José María Zufiaur repasa las relaciones entre la UE y América Latina y el Caribe. El autor asegura que la UE ha fallado en su mensaje respecto a estas zonas y aboga por recuperar la oportunidad perdida en la reciente cumbre
Si la primera cumbre euro-latinoamericana, celebrada en junio de 1999 en Río de Janeiro, alimentó la esperanza de que, por fin, la UE se decidía a apostar por una real alianza estratégica con Latinoamérica (región del mundo con la que, por razones históricas y culturales, tiene seguramente más oportunidades de hacerlo), la segunda, celebrada el pasado fin de semana en Madrid, ha contribuido a congelar aquella esperanza.
Los resultados de la cumbre han sido tan exiguos (descontando el acuerdo de asociación con Chile que, por otra parte, ya estaba cerrado antes del encuentro) y la cumbre tan carente de elementos reseñables que, seguida a través de los medios de comunicación, daba la impresión de que no se sabía qué hacer con ella. En un momento en el que, por muchas razones (crisis argentina, aumento de la pobreza, recrudecimiento del populismo, relanzamiento de la iniciativa de integración interamericana, incertidumbres sobre el futuro del Mercosur), América Latina y el Caribe más lo necesitan, la UE no ha sido capaz de mandar un mensaje claro a los pueblos y a los dirigentes políticos, sociales y económicos de esas regiones, en el sentido de que pueden contar particularmente con ella para construir su futuro.
Latinoamérica necesita a la Unión Europea especialmente para tres cosas: para contrarrestar, mediante la diversificación de sus alianzas políticas y económicas, la estrategia hegemónica de Estados Unidos en la región; para desarrollar modelos solidarios de integración subregional (Mercosur, Pacto Andino, Sistema de Integración Centroamericano, Caricom) que -en lugar de ahondar los problemas sociales, como ha sucedido en México con la incorporación al Tratado de Libre Comercio con EE UU y Canadá- sean -como, en mayor medida que en cualquier otra experiencia, ha sido el modelo de integración europeo- palancas de desarrollo económico, social y democrático de cada uno de sus países integrantes; para luchar contra las plagas que la asolan: la pobreza, la esquilmación de la naturaleza, las catástrofes naturales. En ninguno de estas tres dimensiones, la UE ha aportado en la cumbre elementos fuertes, novedosos, de respuesta.
La estrategia hegemonizadora estadounidense se articula a través del 'consenso de Washington', el recetario ideológico-económico de las instituciones financieras internacionales para América Latina; con el relanzamiento por Bush del Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA) que pretende agrupar comercialmente a todo el continente americano (34 países, 800 millones de personas, el 40% del PIB mundial), un acuerdo profundamente asimétrico y desequilibrado que reforzaría la hegemonía norteamericana en su hinterland particular; el impulso, más o menos explícito, a la dolarización de las economías de América Latina: además de Panamá -a la que se le impuso el dólar norteamericano tras su separación de Colombia en 1903-, la experiencia se ha ensayado recientemente en Argentina (con resultados sociales y económicos desestabilizadores) y en Ecuador, y El Salvador y Guatemala se encaminan también hacia la plena dolarización de sus economías.
Frente a esta dinámica, la UE no ha sido capaz en la Cumbre de Madrid de cerrar, por ejemplo, dos compromisos que a priori parecían posibles: marcar un horizonte temporal concreto -y previo al plazo fijado por el ALCA (el año 2005) para culminar su conformación- para alcanzar el acuerdo de asociación con el Mercosur, y abrir la vía al establecimiento de directivas para la negociación de acuerdos de asociación, a medio plazo, también con la comunidad andina y con América Central.
Se estima que aproximadamente 224 millones de personas (más del 40% de su población total) en América Latina y el Caribe viven en la extrema pobreza (menos de dos dólares al día de ingresos). Para salir de esta situación es imprescindible, entre otras cosas, reducir y, en algunos casos, condonar una deuda externa que ha pasado, entre 1985 y 1999, de 400.000 a más de 700.000 millones de dólares, y del 4% al 8% del PNB de la región (el 41,6% del producto de las exportaciones de bienes y servicios, de acuerdo con datos de 2001 del Banco Mundial, van destinados a cubrir el servicio de la deuda); abrir de manera equitativa los mercados internacionales, europeos en nuestro caso, a sus productos más competitivos, que, en general, son los agrícolas: seguramente eso sería mucho más eficaz para el desarrollo de Latinoamérica que todos los programas de cooperación; ayudarles a que construyan Estado -justicia, educación, sanidad, fiscalidad, infraestructuras-, que en muchos países latinoamericanos apenas si existe, a fortalecer las organizaciones sociales y a respetar los derechos humanos fundamentales, incluidos los que afectan al trabajo.
De la Cumbre de Madrid ni tan siquiera ha salido, como había propuesto el Parlamento Europeo, la creación de un fondo de solidaridad birregional y los montantes presupuestarios consignados para proyectos son incompatibles con cualquier política ambiciosa de cooperación al desarrollo que haya de abarcar ámbitos como el social, el de la cultura, la educación, la inmigración y, en general, el de la lucha contra la pobreza.
En definitiva, una oportunidad perdida. Perdida antes de la cumbre, dado el escaso desarrollo que habían tenido las prioridades establecidas en Río y más tarde concretadas en Tuusula, y perdida en la misma cumbre por la falta de ambición estratégica y de contenidos satisfactorios y movilizadores que ofrecer. Esperemos que cuando pasen las elecciones francesas y se estabilice la situación argentina el proceso se relance.