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Columna
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Europa y América Latina

La Cumbre entre la UE y América Latina da pie a Carlos Solchaga para repasar la situación de las relaciones y el papel de España. Concluye que no son previsibles resultados apreciables de la cumbre

Dos preguntas me han asaltado al comenzar este artículo. La primera no precisa explicación: ¿cómo no hablar de las relaciones entre Europa y América Latina en estos días en que se celebra la cumbre de los países (no todos) de estas dos grandes regiones? La segunda es algo más compleja: ¿cómo hablar esperanzadamente de las relaciones entre una y otra en estos momentos con las dificultades que están viviendo muchos países en Latinoamérica y la aparente insensibilidad europea frente a las mismas?

Lo primero, la situación en América Latina. ¿Ha evolucionado a mejor en los últimos tiempos o, por el contrario, ha venido empeorando? Creo que se mire por donde se mire, cualquier observador objetivo concluiría que, comparada con la evolución registrada en los años noventa por aquella región, lo de los dos últimos años muestra un sensible nivel de deterioro. La fragilidad institucional de muchos países latinoamericanos no ha mejorado, sino al contrario, y su vulnerabilidad económica parece haber crecido en la mayoría de los casos. Sería de mal gusto detenerse aquí en la exposición de distintos casos particulares. Más útil sería preguntarse si existe algún caso concreto en que se pueda decir lo contrario a la anterior aseveración general. La respuesta, creo yo, sería negativa.

Toda la región se halla sumida en un proceso de reflexión colectiva que toma formas diferentes en cada uno de los países que la componen, pero que se vertebra en torno a la siguiente pregunta: ¿todos los esfuerzos realizados para consolidar la democracia en los últimos 15 años y los encaminados a una reforma económica en el camino de la liberalización están dando los frutos que esperábamos? ¿Son nuestras instituciones políticas y jurídicas más fuertes y confiables ahora? ¿Se aprecia una mejora en el nivel de bienestar de la población? ¿Tenemos, ahora que nos hemos homologado con el mundo avanzado, más peso en el concierto de las naciones? ¿Es tenida más en cuenta nuestra opinión? Desgraciadamente las respuestas a todas estas preguntas son bastante menos positivas de lo que muchos desearíamos.

Lo segundo, el cambio en el paradigma internacional, liderado por los Estados Unidos sobre los dos conceptos fundamentales: la extensión de la democracia y el avance en la liberalización económica. La primera, una vez más, parece condicionada en su apoyo al papel que juegan los países dentro de la estrategia exterior norteamericana, hoy magnetizada por el objetivo de la lucha contra el terrorismo internacional; así, las deficiencias democráticas de Turquía, Pakistán o aquellas sobre las que se están construyendo el nuevo Afganistán (por no hablar del deterioro de la democracia en Israel) pueden ser disculpadas por la aportación de estos países a la citada lucha. Del mismo modo, la recesión económica o los cálculos electorales disculpan la política antiliberal de los Estados Unidos en sectores como la producción agrícola, la textil o la siderúrgica. ¿Eran éstas las reglas del juego con las que se había iniciado el proceso de apertura política y económica en América Latina?

La tercera, la sensibilidad europea hacia estas cuestiones y hacia la problemática latinoamericana en relación con las mismas. No parece ciertamente muy elevada. Nuestras posiciones respecto de la liberalización del comercio mundial, el acceso de los bienes latinoamericanos a nuestros mercados o el fervor con el que desde Europa se contempla la consolidación de la democracia en los países de la región no parecen muy alejados del que muestran los Estados Unidos. Con frecuencia, al menos a nivel propagandístico, Europa parece ir detrás de ellos en algunas de estas cuestiones.

En cuarto y último lugar, la responsabilidad de España en relación con esto último. æpermil;sta sí es elevada. El Gobierno español parece haber olvidado el papel protagonista que le toca en la configuración de la sensibilidad europea y de la estrategia de la Unión Europea con América Latina. Montado en su arrogancia de la homologación con los grandes de la Unión, ha preferido no perturbar sus prioridades con temas que le afectan más a él que a los otros. Al hacerlo ha olvidado que en política la defensa de los aliados y los intereses estratégicos es la única manera de ser respetado y comprendido y al olvidarlo ha puesto en peligro los propios intereses inmediatos de los españoles en aquel continente. Por eso esta cumbre se saldará sin ningún resultado apreciable.

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