El ejecutivo también evoluciona
Antonio Cancelo cuestiona la separación entre el trabajo intelectual y el físico, en la que unos pocos piensan y toman decisiones que una mayoría ejecuta, sin que a éstos se les permita opinar
Anadie se le oculta que la empresa es un ser vivo necesitado de permanentes adaptaciones al medio y de que del acierto de esas adecuaciones se deriva, como en cualquier otra especie, el éxito o el fracaso del proyecto. Si tuviéramos curiosidad por acercarnos, en una tarde desocupada, al cementerio de empresas, comprobaríamos que en todas las lápidas se repite un único epitafio: 'Murió por inadaptación'.
En ese proceso de percepción de las cosas que ocurren en el entorno y de las adecuaciones imprescindibles para mantener vigoroso cualquier proyecto empresarial, el papel de los directivos alcanza hoy día la máxima cuota de influencia y responsabilidad, hasta el punto de que sin su compromiso la evolución necesaria ni siquiera llegará a plantearse.
Por el contrario, en una empresa con poca o ninguna capacidad evolutiva, asfixiada incluso por su escaso acierto en los mercados, bastará la incorporación de un líder capaz de definir con precisión las estrategias necesarias e involucrar a las personas trabajadoras en el proyecto empresarial, dándoles los espacios para su progreso personal y colectivo, para que donde todo aventuraba ruina, comiencen a aparecer claros signos de progreso.
Así como los mercados locales se agotan al mismo ritmo que las economías se abren, así resulta imposible encontrar las respuestas necesarias para la conducción acertada de las empresas en la historia, antes al contrario, se puede afirmar que la repetición de modelos pasados conducirá a las empresas al ostracismo cuando no incluso a la desaparición total.
La innovación desborda el campo más tradicional del desarrollo tecnológico y encuentra un lugar específico de aplicación aquí, en la búsqueda de modelos que proyecten a las empresas hacia el futuro, abandonando los campos trillados para encontrar nuevas vías que engarcen con mayor precisión los eslabones que componen la empresa, enriqueciendo a cada una de las partes y mejorando el conjunto.
Teoría y práctica coinciden en señalar a las personas como el eje vertebrador de los nuevos modelos de respuesta, tendente a movilizar las voluntades de los aportadores del trabajo, haciéndoles partícipes y protagonistas de un proyecto común cuyo destino les preocupa, al ser destinatarios finales del buen o mal funcionamiento de la empresa.
Se cuestiona, por tanto, el viejo esquema de separación del trabajo intelectual y del físico, en el que unos pocos piensan y toman decisiones que una mayoría ejecuta, sin que a éstos les sea permitido utilizar una materia gris de la que indudablemente están perfectamente dotados.
La más mínima reflexión conducirá, por lo tanto, a valorar este comportamiento como despilfarrador, al renunciar voluntariamente a la mayor capacidad de aportación de las personas y de los profesionales, su facultad de pensar.
Resulta curioso, y puede que dramático, comprobar que la mayoría de las personas ejercitan en menor medida su capacidad de reflexión en el trabajo remunerado que en cualquiera de las actividades que realizan en otras esferas de su vida.
Cuando en las empresas se persigue el desperdicio cero, se despilfarra impunemente el más importante de los input productivos que existen, la inteligencia.
Claro que ser consecuente con el aprovechamiento de la capacidad integral de las personas exige remodelaciones profundas, porque en el fondo el cambio de modelo está pidiendo resituar el poder, es decir, distribuirlo, lo que evidentemente exige la connivencia de los que ahora lo poseen. En el tránsito de un modelo a otro está claro que el conjunto gana, pero hay que aceptar que algunos se sientan en el camino como unos auténticos perdedores.
Una buena guía para resituar el poder, capacidad de decisión, consistiría en inventar la delegación invertida o aplicación del principio de subsidiariedad, mediante el cual lo que puede resolverse en un nivel no se traslada a otro superior. Un enfoque como éste debería ser propiciado por los directivos, ya que a la vez ayudaría a resolver la angustia por la falta de tiempo, creando los espacios propicios para la reflexión, hoy muy escasos o prácticamente inexistentes dentro de las empresas.
Los directivos tienen que valorar positivamente el hecho de que los demás también saben, y no sólo eso, sino que de la mayoría de las cosas no sólo saben, sino que saben más, lo cual no es ningún desdoro para ellos, antes al contrario, contar con equipos inteligentes es el mayor timbre de gloria para un buen directivo.
El directivo apoya, refuerza, a sus colaboradores, les ayuda a progresar, pero no les suple, les deja funcionar con autonomía, porque en los nuevos modelos hay que pensar menos en lo que le gusta al 'jefe', no hay que pensar, y sí en cómo se da respuesta a las expectativas de los clientes.
Pero quizá la prueba más concluyente para medir la actitud de los directivos en la búsqueda de modelos más eficientes pueda encontrarse en el cambio necesario en la gestión de los éxitos y de los fracasos. En los nuevos modelos el directivo debe aprender a asumir para sí mismo el 90% de los yerros y, en cambio, repartir el 90% de los logros.