La presidencia rural de la UE
Tal vez aprovechando que el medio rural (más del 90% de nuestra superficie y casi el 25% de la población) ha recobrado interés como espacio económico, de residencia o de ocio, o más probablemente considerando la nueva importancia que la Agenda 2000 concedió al desarrollo rural como segundo pilar de la PAC, la presidencia española de la UE eligió como tema de debate de la reunión informal de ministros de Agricultura El desarrollo rural y la agricultura europea.
Cuando los fondos comunitarios contribuyen decisivamente a mantener en pie con subvenciones e inversiones nuestro medio rural, la propuesta es sin duda relevante, ya que el futuro de este medio está cargado de incertidumbres en relación con la agricultura (el impacto de la ampliación de la UE, las limitaciones presupuestarias, la nueva ronda negociadora de la OMC ). Pero, abierto el debate, lo primero que debe conocerse es qué esta pasando en el medio rural español.
Responder requiere un somero balance. Hay que partir de una constatación: este medio padece una situación de atraso económico relativo, manifestado en limitada creación de empleo, bajos niveles de renta y todavía notables carencias de equipamientos y servicios públicos, al tiempo que posee un excelente patrimonio natural y cultural.
Esta realidad rural es sólo parcialmente conocida, manifestándose a través de fenómenos muy diversos. Así, frente al problema tradicional del despoblamiento existen zonas rurales que están recuperando población, si bien la escasez de jóvenes persiste pues las tasas de natalidad se han aproximado a las de las zonas urbanas. El paro rural muestra dos caras: en las zonas en despoblamiento es casi inexistente y en las demás las tasas de paro son elevadas o insosteniblemente elevadas.
Y el grado de desarrollo, medido en términos de renta, refleja un PIB per cápita distante de la media europea entre 40 y 50 puntos. En consecuencia más del 40% de nuestra pobreza relativa se concentra en el medio rural.
Si este desarrollo se mide por el nivel educativo de la población activa, el porcentaje de los que poseen el nivel más bajo de formación es mayoritario (cerca del 80% de los jóvenes menores de 20 años sólo alcanzan estudios primarios). Por el contrario, y a pesar de los problemas de conservación, la riqueza natural y cultural de este medio sigue constituyendo uno de sus principales activos, cualquiera que sea el indicador utilizado (espacios protegidos, hábitat naturales, patrimonio arquitectónico, tradiciones culturales ).
Apartir de esta situación, las perspectivas de futuro que se vislumbran son de menos agricultura y una imperiosa necesidad de más diversificación económica. Se camina hacia una agricultura cada vez con menos agricultores: la UE, a través de su política agraria reformada en 1999, ha decidido avanzar definitivamente hacia el modelo único dominante de agricultura comercial (grandes explotaciones ultramodernas relacionadas con los mercados internacionales) propio de sus principales competidores.
Para un país mediterráneo como España, con el predominio en términos de empleo de una agricultura territorial (medianas y pequeñas explotaciones limitadamente competitivas), este proceso plantea saber cuántos agricultores será viable mantener y de qué tipo, lo que afectará intensamente a numerosas zonas rurales, tanto económica como socialmente.
Este es el marco en el que la aplicación con carácter exclusivo de las medidas de política rural comunitaria, dependientes de la política regional (de cohesión) o agraria (PAC), plantea un doble debate sobre su verdadero alcance (el volumen de fondos comunitarios para desarrollo rural apenas superará los 4.000 millones de euros en el periodo 2000-2006), y sobre su contenido y su impacto en nuestra realidad rural. Pues por una parte, las Administraciones públicas realizan una aportación financiera minoritaria y exigua, limitando su función a ser meros intermediarios financieros y gestores de proyectos.
Los limitados resultados obtenidos de medidas como el conocido programa Leader, a pesar de las numerosas iniciativas locales en curso, pueden servir de ejemplo en este sentido.
Y, por otra parte, la simple traslación de las medidas de desarrollo comunitarias, para una población rural cada vez menos relacionada con la agricultura, produce efectos irregulares y poco sostenibles en numerosas zonas rurales. La ausencia de una política rural nacional o regional propia se está supliendo con acciones clientelistas: un sumatorio de actuaciones inconexas que no provoca efectos duraderos y estables de desarrollo, aunque sí réditos políticos a corto plazo. Es decir, que se consumen los fondos pero éstos no producen los efectos deseables y esperados.
Con esta realidad, una presidencia rural no permite encubrir una enorme irresponsabilidad política, la que se deriva de la escasez de resultados de los programas rurales en curso. Cuando dentro de unos pocos años cese o se reduzca inevitablemente el flujo de fondos comunitarios nos acordaremos de las oportunidades perdidas.