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Columna
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El poder y las empresas

Miguel Ángel Fernández Ordoñez

La publicación de un interesante libro -El poder de los empresarios -, que analiza la relación entre el poder político y la empresa en España en los últimos 150 años, incita a examinar esa relación en la España actual. La idea conspirativa de que la oligarquía económica y financiera manejó a su antojo a los políticos españoles en el pasado es desmontada con acierto por los autores del libro. Sin embargo, en la España de hoy, y quizá por la generalización de la mentalidad liberal, la preocupación se centra justamente en el sentido contrario de la relación, en la intervención del poder político sobre las empresas.

No me refiero a la intervención del Estado a través de los impuestos, los gastos públicos y la regulación social, sino a la utilización del poder político para influir en las decisiones empresariales. La influencia del Estado sobre la economía (¿El impuesto de sociedades debe ser del 35% o del 22%? o ¿es razonable que se obligue a incorporar un cinturón de seguridad en los automóviles?) es asunto distinto del de la utilización de la política de forma discriminatoria en favor de unos empresarios en contra de otros, en favor de unos ciudadanos en contra de otros, que es lo que hoy preocupa.

Por otra parte, hoy preocupan también los problemas que plantea el poder económico de algunos empresarios. Sabemos que ese poder no existe si los empresarios actúan en competencia. Un empresario en competencia no puede permitirse el lujo de tener más objetivos que el de mejorar la calidad, tratar bien al cliente, reducir los precios, etcétera. Pero también sabemos que el poder económico surge cuando un empresario domina el mercado, cuando gracias a un privilegio legal evita la competencia o cuando disfruta de una situación monopolística u oligopolística. En estos casos no es el mercado el que domina al empresario, sino el empresario el que domina el mercado, es decir, a todos nosotros. En estos casos, interesa que el Estado actúe para reducir ese poder y restablecer la competencia.

Los dos problemas mencionados, el de la conexión entre el poder político y los empresarios, y el del poder económico que disfrutan determinados empresarios gracias a la ausencia de competencia, los podemos observar en la España actual. El reciente proceso de privatizaciones debería haber servido para haber separado la política de las empresas y debería haber sido utilizado para liberalizar e introducir competencia. Pero en la medida en que el Gobierno ha utilizado el poder político (su poder en la empresa pública antes de la privatización) para colocar a personas próximas en las principales empresas del país, no nos hemos beneficiado de esa ruptura de conexión entre política y empresa, que debería haber sido el fruto de la privatización.

Por otro lado, quizá para maximizar los ingresos derivados de las privatizaciones, o quizá justamente para ayudar a esos empresarios próximos al Gobierno, no se ha introducido competencia en los sectores que se han privatizado, con lo cual sufrimos también el segundo problema, el del poder económico de determinadas empresas, que está perjudicando a sus posibles competidores y, en definitiva, a todos los consumidores.

Estos dos problemas no son exclusivamente españoles, sino que afectan a otros países europeos. La especial forma de las privatizaciones en España es sólo una de las formas en las que el poder político se ejerce sobre las empresas. Si uno recorre la Europa continental, encontrará en Alemania las conexiones entre las empresas y los bancos públicos de los Länder, en Francia la persistencia del capital público en numerosas empresas, y en Italia el esperpento de los conflictos de interés del primer ministro.

Deberíamos resaltar la dimensión europea del problema porque, si en cada uno de los distintos países seguimos creyendo que esta confusión entre poder político y empresa se debe algún tipo de maldición nacional, nunca acabaremos con ella.

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