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Columna
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Tony Blair, a contracorriente

Cuando la moda, incluso entre la izquierda, está en ofrecer a sus clientelas electorales rebajas de la presión fiscal de tipo directo, el primer ministro laborista Tony Blair ha tenido el atrevimiento de proponer la subida de un punto en las cuotas a la Seguridad Social para invertir en sanidad, lo que, al menos de momento, le ha colocado en el centro de un auténtico huracán de críticas no sólo por parte de las fuerzas conservadoras, sino también de medios considerados progresistas.

Nadie que conozca la actual situación sanitaria del Reino Unido podrá estar en desacuerdo sobre la necesidad de recabar recursos para una mejora que no admite dilación. En la publicación Eco-Salud de la OCDE, cuya edición de 2001 acaba de aparecer, se aprecia que todos los indicadores objetivos sobre la situación sanitaria del Reino Unido lo sitúan a la cola de los países desarrollados.

El 6,9% del PIB que invierte el Reino Unido en gastos de sanidad es, junto con el de Luxemburgo y España, el más bajo de la Unión Europea; su gasto público en hospitalización, menos del 2% del PIB, es casi la mitad del resto de países europeos con la sola excepción de Luxemburgo; el número de médicos en activo, 1,8 por cada 1.000 habitantes, está muy alejado de los tres médicos de la práctica totalidad de países europeos, incluida España; el Reino Unido, con 4,1 camas de hospital por cada 1.000 habitantes, también ocupa los últimos lugares de la Unión Europea, junto con España y Suecia; la esperanza de vida al nacer de las mujeres británicas, 79,7 años, es casi dos años menos que en cualquier otro país de la Unión Europea con la excepción de Dinamarca y, para terminar esta serie de indicadores sanitarios, su mortalidad infantil, con 5,8 niños muertos durante su primer año de vida por cada 1.000 nacimientos, es la más alta de Europa, en este caso junto con la de Grecia (lamentablemente, la estadística de 2002 contará entre los niños muertos a la primera hija del ministro del Tesoro, Gordon Brown, que ha presentado este proyecto al Parlamento británico, fallecida a las dos semanas de nacer).

Pero, a pesar de que los ciudadanos británicos no disimulan su insatisfacción con esta situación (por ejemplo, en la publicación citada, se indica que un 72% de ellos opina que su sistema sanitario requiere reformas completas o fundamentales y un 41% se muestra muy o bastante insatisfecho con su sanidad pública), el actual Gobierno laborista puede tener un elevado coste electoral por haber propuesto la citada vía directa de financiación a través de las cuotas de la Seguridad Social, sistema al que ya se acusa de penalizar el empleo y de ser un signo de retorno al viejo mecanismo de la izquierda de subir impuestos para aumentar el gasto público.

No está de moda financiarse por vía directa y es más rentable, bajo la perspectiva electoral, hacerlo por impuestos indirectos y tasas que mantienen, y hasta elevan, la presión fiscal, sin que, al parecer, los ciudadanos reflexionen sobre lo verdaderamente importante: el efecto de todo el sistema impositivo, y no sólo de la imposición directa, sobre la distribución de rentas entre el factor trabajo y el factor capital, entre sectores productivos y, en definitiva, entre familias que parten de muy desiguales niveles de renta y patrimonio.

Lo que sería lamentable es que en la actual polémica británica no se deje claro que la deplorable situación sanitaria actual es responsabilidad de políticas ultraliberales pasadas, lección de la que todos podemos extraer fructíferas enseñanzas.

Hay que congratularse de disponer de esas series de datos estadísticos que generalmente proporcionan testimonios demoledores sobre los resultados de decisiones políticas pasadas. El Gobierno de Tony Blair, por ejemplo, no tendría que proponer la construcción de 40 hospitales y 500 centros primarios en los próximos cinco años si Margaret Thatcher no hubiera arruinado una sanidad que, cuando ella ocupó el poder en mayo de 1979, disponía de 8,1 camas por 1.000 habitantes, justo el doble que en la actualidad.

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