De Barcelona a Monterrey
José Borrell Fontelles sostiene que la Cumbre sobre Financiación y Desarrollo que se celebra en Monterrey debe impulsar un proceso complementario a la apertura de los mercados. Es partidario de reanudar las ayudas directas
A finales de los sesenta los países más ricos dedicaban el 0,48% de su PIB a la ayuda al desarrollo. Fue entonces cuando la comisión Pearson propuso aumentar ese esfuerzo un 50% dando lugar al tantas veces citado objetivo del 0,7%. Pero la Conferencia de Monterrey sobre la Financiación del Desarrollo constata que ese porcentaje se sitúa en el 0,22%, es decir, se ha reducido a la mitad.
Las razones son múltiples. La emergencia de una ideología formada sobre el 'consenso de Washington' y el fracaso de las políticas de desarrollo; el principio de trade, not aid, basado en la idea de que la apertura de los mercados de los países del Norte y la integración comercial de los países en desarrollo actuarían como factores de crecimiento mucho más útiles que una ayuda que muchas veces se perdía o despilfarraba; las restricciones presupuestarias de los países desarrollados; la nueva disposición del sistema financiero, largo tiempo escarmentado por la crisis de la deuda de los ochenta, a prestar a los países en desarrollo, etcétera.
Los países ricos han utilizado esos argumentos para justificar la reducción de su ayuda. Pero, a pesar de que los noventa hayan sido un periodo de gran apertura comercial, no han dejado de practicar políticas restrictivas en sectores como textil y agricultura que afectaban a los países más pobres.
Algunos como China, India, Brasil... han aprovechado las nuevas oportunidades de la innovación tecnológica y la apertura comercial. En ellos ha disminuido la pobreza extrema que afectaba a 3.000 millones de personas. Pero otros, sobre todo en África, han perdido en todos los frentes y la situación de 2.000 millones de seres humanos no deja de empeorar desde hace 20 años.
A pesar de que, por primera vez en la historia de la humanidad, el progreso económico es más rápido que el crecimiento demográfico, hemos empezado el siglo con más de 800 millones de hambrientos. Según la FAO, esa cifra se reduce un modesto 1% en los últimos años. Pero estamos lejos de los 'objetivos del milenio' establecidos por la ONU en diciembre de 2000 que pretenden reducir la extrema pobreza a la mitad en 2015.
Si progreso hay, es harto insuficiente y con enormes disparidades. Con toda la imprecisión de esta clase de estimaciones parece que el número de personas que vive con menos de un dólar al día ha empezado, por primera vez, a disminuir. Pero aún son más de 1.200 millones, los mismos que antes de la II Guerra Mundial. Todo un medio siglo de portentosos avances tecnológicos habría discurrido en vano en la lucha contra la pobreza.
Para hacer frente a esta situación, el comercio es imprescindible, pero no basta. Al confiarlo todo al comercio y a las inversiones basadas sólo en la lógica del mercado, hemos olvidado que la ayuda al desarrollo cumple una función irremplazable para financiar actividades sin rentabilidad directa, pero indispensables, como educación, salud, infraestructuras básicas o prácticas administrativas. Por no hablar del desprecio con que se ha hecho caso omiso de especificidades socioculturales o de problemas de cambio estructural que exigían periodos y métodos adecuados de transición.
Hace falta, pues, retomar la dinámica de la ayuda directa. La cita de Monterrey debiera ser la ocasión para impulsar un proceso de desarrollo complementario a la apertura de los mercados mundiales. Pero hay pocas esperanzas de que así sea. Bush se presenta en Monterrey con el mal ejemplo de sus medidas sobre el acero y nadie se refiere ya al 0,7% como un objetivo realista. Cierto es que, en vísperas de Monterrey, EE UU y la UE han rivalizado en tardía y apresurada generosidad. EE UU ha anunciado un aumento de su ayuda de 5.000 millones de dólares en los tres próximos Presupuestos. En Barcelona la UE se ha comprometido, después de los habituales largos regateos, a pasar del 0,33% al 0,39% en 2006. Para ello, ningún país podrá aportar entonces menos de la actual media comunitaria. Para España que, a pesar de todas las promesas electorales del PP, ha bajado su porcentaje desde casi el 0,3% al 0,22% ese compromiso implica un aumento del 60% en cuatro años. A pesar de la modestia de las cifras, esperemos que esta no sea de nuevo la ocasión de promesas incumplidas.
Quizá porque de promesas que no se cumplen hay demasiadas en esta historia, el proyecto de declaración de Monterrey no contiene ninguna cifra concreta. Ni cantidades ni compromisos ni calendario alguno. El texto proclama solemnemente una serie de buenas intenciones y no es más explícito con respecto a la reducción de la deuda de los países más pobres que lo fue la reunión del G-8 en Colonia en 1999.
Todo parece indicar que, a pesar de las lecciones del 11 de septiembre y del cacareado modelo social europeo, asistiremos a bellas palabras sin consecuencias. Una mala forma de preparar la Conferencia de Johannesburgo sobre el Desarrollo Sostenible que celebrará el 25 aniversario de la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro.