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Columna
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Galgos y podencos en la cumbre

La toma de decisiones por consenso, tal como se hace en la UE (o en otras instituciones occidentales como la OTAN), tiene la ventaja de prevenir las tentaciones de ruptura y la aplicación reticente de resoluciones por parte de quienes se puedan sentir perjudicados o poco atendidos. Ahora bien, el consenso también tiene inconvenientes: el más evidente es la lentitud en conseguir acuerdos, con plazos que pueden llegar a las tres décadas, como ha ocurrido con el estatuto de la empresa europea.

Así pues, la naturaleza de los acuerdos europeos está lastrada por el consenso previo en cada país y, después, por el que debe generarse en el seno de las instituciones comunitarias.

Las discusiones en el marco comunitario son, en realidad, negociaciones sobre cada tema. Un asunto de interés general puede perjudicar el delicado entramado institucional de algunos países que ven más inconvenientes que ventajas y que cuentan con el poder de bloquear, o al menos de demorar durante periodos prolongados, la toma de decisiones. La elucidación de las ventajas e inconvenientes de cada propuesta sirve para apreciar mejor las respectivas posiciones y estimar la cuantía de ganancias y pérdidas relativas, lo que, a su vez, constituye la base para intercambiar concesiones en otros ámbitos de acuerdo con mecanismos estudiados en la teoría de la elección pública (tales como el logrolling y otros, que permiten la creación de coaliciones unidas en torno a un tema común). La tributación de las bebidas alcohólicas es un ejemplo: países como Grecia, Italia, Francia, España y Portugal tienen el vino en su dieta tradicional, por lo que está exento de impuestos especiales o sujeto a tributación moderada, mientras que los países del norte suelen imponerle tributación onerosa.

Hay circunstancias en que grupos de presión importantes pueden hacer propuestas atractivas para algunos Gobiernos y las instituciones comunitarias, pero que lesionan la competitividad y el índice de precios en países en que la medida, además, resultaría especialmente impopular.

Un caso es el de la tributación sobre los combustibles derivados del petróleo, que grupos conservacionistas desean incrementar para que baje el consumo, o la producción de gases susceptibles de generar el efecto invernadero. Algunos Gobiernos pueden pensar que esa medida aumenta la recaudación sin gran coste político porque se puede atribuir la decisión a instancias comunitarias.

En otros países, como España, la suma de impuestos especiales que gravan la gasolina y el gasóleo y el IVA es inferior a la media de los vigentes en la UE, hasta tal punto que, incluso considerando la diferencia de poder de compra per cápita, la tributación es sensiblemente inferior, de modo que el apremio por implantar la medida es menor, pero la decisión final es la de armonización y puede buscarse vincularla con la apertura de otros mercados energéticos, como el de la electricidad.

Grupos de presión de algún país pueden tener un gran poder a la hora de atrasar la introducción de competencia, especialmente si se trata de un gran monopolio estatal con capacidad de incidir en la opinión pública y en los partidos políticos. Si eso coincide con periodos preelectorales, los potencialmente afectados y su grupo de influencia pueden votar en función de ese tema, con lo que ningún partido deseará introducir en su programa cambios legales, más aún, tratarán de evidenciar su sintonía con los temores en presencia y actuar de freno a las propuestas de avance.

Hay casos en los que la dificultad para fijar estándares técnicos hace de por sí lento el avanzar en transportes; en las telecomunicaciones se ha aprendido que los problemas y las barreras aparecidas tras la privatización obligan a generar nueva normativa que garantice la competencia.

Mientras en la UE se debate, en EE UU se actúa. La pretensión de dotar de dinamismo a la economía europea y permitir acercarse al objetivo de un pleno empleo de calidad se queda en buenas intenciones si las medidas necesarias para conseguirlo se atrasan.

La adhesión de los nuevos miembros generará un replanteamiento de las políticas de ayuda regional y agraria y las consideraciones actuales tendrán en cuenta el impacto económico de la adhesión, lo que las hará más complejas. Con 25 miembros la toma de decisiones añadirá nuevas complejidades que consumen un recurso escaso e irrecuperable, el tiempo.

La ausencia de avances hace que los ciudadanos dejen de apreciar las ventajas de pertenecer a la UE, mientras que éxitos claros como la introducción del euro no consiguen más que una parte de los beneficios potenciales.

Para conseguir cambios relevantes, la voluntad política que se logre en la Cumbre de Barcelona deberá acompañarse de presión intensa de la ciudadanía, pues sin ella la energía se perderá en rozamientos y las víctimas de su inacción serán los conejos de la fábula.

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