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Tribuna
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Felipe

Ni siquiera el transcurso de los años se revela eficaz para restar virtualidad al efecto movilizador que tienen ciertos sonidos y algunas palabras. Hay quien se siente conmovido hasta los huesos ante la sola mención de la patética de Tchaikovsky o quien salta de alegría apenas escucha los primeros acordes del Herz und Mund und Tat Leben, de J. S. Bach. Como también existen los que no resisten la referencia a Franco sin experimentar un respingo o quienes se remueven inquietos en sus asientos ante las loas a la patria -a cualquier patria- de ciertos discursos políticos.

Las palabras alumbran sentimientos, reavivan los rescoldos de los que se iban apagando, atizan los que nunca han dejado de arder, como saben los poetas y -por experiencia bien distinta- también conocen los que se dedican a la cosa pública.

Tiene poco sentido hablar de racionalidad o de su contrario al referirse a los sentimientos, resultado de pulsiones vitales, ideas y experiencias, tan variadas como las reacciones que provocan sonidos y palabras.

Ahora bien, una cosa es que carezca de sentido lógico o valorativo la calificación de los sentimientos y otra bien distinta que no se pueda catalogar y hasta calificar las reacciones mostradas en su conducta por aquellos que los experimentan.

De este modo, hay conductas socialmente consideradas como plausibles, en tanto que otras -se acepta generalmente- resultan poco convenientes para el buen funcionamiento de la convivencia colectiva. Sin descartar, naturalmente, las que resultan completamente censurables y que, de una u otra manera, acaban por codificarse como antisociales. El asesinato, la agresión, la violencia, el engaño, la venganza, como actitudes o reacciones personales, son pan nuestro de cada día pero, afortunadamente, su persistencia cotidiana no las convierte en sublimes ni siquiera en aceptables como normas de conducta.

Las constantes muestras de comportamiento desordenado que la derecha gobernante ha acreditado ante la presencia, existencia o mínimo gesto privado o público de quien fue presidente del Gobierno de España durante casi 14 años, han sido ocasión de zumba y regocijo crítico en infinidad de programas radiofónicos o televisivos y han inspirado innumerables columnas de opinión. No es para menos.

Como si se tratara de un reflejo pavloviano, no ha habido ocasión en que Felipe González diera signos de vida sin que el Gobierno del señor Aznar y el partido que preside dejaran pasar la oportunidad de descalificarle, de reescribir la parte de la historia que él protagonizó con otros muchos, de revelar con sus actos los encendidos sentimientos de temor o de inquina que su existencia suscitaba entre ellos.

Con frecuencia, no ha sido necesario siquiera que Felipe diera signos de vida, ni pública ni privada, para sugerir, afirmar y propalar la autoría del anterior presidente del Gobierno en la inspiración o montaje de cuantas críticas se hacían a la tarea de Gobierno del señor Aznar, ora por algunos medios de comunicación, ora por la oposición política, representada ahora, en el Partido Socialista, por nuevos dirigentes.

El adversario al que, con arteras mañas, se consiguió derrotar seguiría, según las obsesiones acreditadas, a la cabeza de cualquier respuesta inteligente a la muy censurable tarea llevada a cabo por el Gobierno del señor Aznar. Obsesiones que cumplían un doble papel. Por un lado, el de presentar al ex presidente del Gobierno como un villano, aprovechando el control mediático adquirido con fondos públicos durante estos años.

Y, por otro, la función nada desdeñable de restar autonomía a la nueva dirección del Partido Socialista pretendiendo situarla, absurdamente, ante el dilema de la ruptura con el pasado o la identificación con el objeto de todas las iras del poder. Un dilema tan falso como un euro de plata, pero que, todo hay que decirlo, nunca ha sido bien digerido por algunos socialistas.

Aquí estábamos hasta el bochornoso asunto del viaje de Felipe González a Marruecos y sus falsas entrevistas con el primer ministro Yussufi y con el rey Mohamed, difundidas por el Gobierno a sabiendas de su falsedad, con la intención de que sirvieran, como tantas otras cosas, para seguir construyendo la imagen del villano. En este caso un villano con todos los atributos de la traición y la deslealtad a los sagrados intereses de la patria, representada en exclusiva, como es sabido, por el señor Aznar.

Me perdonarán los lectores si le atribuyo enorme importancia a lo que ha ocurrido, como culminación, hasta ahora, de toda una conducta inaceptable. Una conducta que, como los sonidos a los que me refería más arriba, trae a los oídos de muchos ciudadanos -entre los que me cuento- resonancias de rencor, de intolerancia y de indignidad, incompatibles con el juego democrático y la representación política.

No sé cómo se puede mirar al futuro con optimismo mientras el Gobierno que nos tiene que representar a todos se empeña en fundamentar los valores compartidos entre los españoles de distinta condición y no menos diversas ideas sobre la base de la persecución del adversario, de la tergiversación de sus acciones, de la reescritura falaz de una historia, que es, además, parte de nuestra historia común.

La palabra Felipe sigue teniendo muchas resonancias. Algunas, a la vista está, suscitan desordenadas pasiones. Sin embargo, sigo pensando que, para la mayoría, la mención del nombre de un ex presidente del Gobierno de la España democrática genera, como mínimo, un sentimiento de respeto.

Y no somos pocos los que asociamos su nombre con una fecunda etapa de la historia de España en la que el indudable progreso económico y social apareció unido de modo natural a la dignidad política, el respeto de las personas, incluidos los adversarios políticos y la construcción de valores democráticos.

No me importan los sentimientos que pueda abrigar el señor Aznar hacia Felipe González. Me importa el comportamiento del presidente del Gobierno hacia quienes no pensamos como él, pero conservamos la memoria.

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