Donde fueres haz lo que vieres
Europa se enfrenta con dos grandes problemas, el decrecimiento del número de trabajadores y el envejecimiento de la población. Según estimaciones de la Comisión Europea, en los próximos 10 años comenzará a caer la cifra de trabajadores y en 2025 su número será inferior a los de 1995. En cuanto la edad, en 2025 el 22% de los europeos tendrá más de 65 años, frente al 15% de 1995.
Esto significa que las posibilidades de crecer económicamente se verán limitadas y que la factura que tendrán que pagar los activos para mantener a los pensionistas hará que ambos vivan peor.
Afortunadamente para Europa, al sur y al este de sus límites territoriales hay mucha gente decidida a resolverle el problema. Gente que está dispuesta a emigrar a la UE, a trabajar por salarios competitivos y a mantener sus altas tasas de natalidad. A cambio solamente parecen pedir conservar su identidad cultural, o al menos eso es lo que dicen los defensores del multiculturalismo.
La UE está dando sus primeros pasos para diseñar una política de inmigración común que permita un tratamiento ordenado del proceso. Como dicen algunos, ya no se discute sobre la inmigración, sino sobre su gestión. Formando parte de esa gestión, junto a cuestiones como los visados o la movilidad transfronteriza, está el tratamiento de las peculiaridades étnicas y religiosas de los inmigrantes. La cuestión no es baladí. Errar en esta materia puede desencadenar fobias xenófobas que enturbien la pacífica convivencia de los europeos. Y no hay que olvidar que la UE se creó precisamente para que gente tan aficionada a guerrear como nosotros los europeos perdiéramos esa costumbre.
A juicio de muchos, y particularmente desde lo que constituye la izquierda política oficial, para evitar el racismo, lo mejor es la tolerancia y, cuanta más tolerancia, mejor. Poniéndolo de manera muy simple, cada inmigrante tiene derecho a traer consigo, conservar y transmitir su particular escala de valores, costumbres y formas de organización social. Los europeos deberemos ser educados en el respeto a su forma de vida y renunciar a imponerles nuestro entendimiento de la convivencia social. Así dicho parece una actitud solidaria y generosa, sensible a la diversidad y ecuménica.
Hace años, comparando los sistemas de protección social de Europa y EE UU, una economista norteamericana me hizo ver que si bien el sistema europeo es mejor, su implantación en EE UU resulta imposible por la diversidad étnica de aquel país. Me lo aclaró con un ejemplo, ¿cómo implantar un sistema generalizado de protección a los ancianos cuando hay grupos étnicos que consideran obligación de la familia sostener a sus viejos? ¿Por qué tendrían que aceptar el dar dinero al Estado para que cuide de los mayores, suyos o de otros grupos? No deberíamos sorprendernos, por tanto, de que en EE UU la protección de los ancianos sea muy reducida comparada con estándares europeos. ¿Es ese el tipo de tolerancia al que queremos llegar? Europa ha conseguido que sus naciones y sus gentes convivan pacíficamente después de haber sido intolerante con la opresión, la desigualdad y la discriminación. Hacer realidad todo eso exige no sólo aprobar leyes constitucionales y educar a los ciudadanos a respetarlas, sino que también exige recaudar unos impuestos que sostengan los programas sociales que garantizan la enseñanza obligatoria, la sanidad universal, la protección de los más débiles y el sostenimiento de una organización estatal laica que vigila, corrige e imparte justicia.
¿Estamos los europeos dispuestos a cuestionar la Europa liberal, laica e igualitaria que hemos construido? Nos podríamos encontrar con que la tolerancia nos obligara a aceptar que para algunas ciudadanas no fuera obligatoria la enseñanza o que para algún grupo étnico la justicia fuera impartida por el jefe de su tribu, o que su jerarquía eclesiástica sustituyera al Parlamento nacional en sus leyes civiles y penales. Para los españoles payos, que convivimos con el pueblo gitano, esto no nos puede sonar a ciencia-ficción.
La tolerancia multicultural puede correr el riesgo de convertirse en la manera educada de convivir con el racismo y la segregación. Cada cual en su gueto, gobernado por sus leyes constitucionales propias y sin derechos que reclamar al resto de la sociedad. Ese sería el contrato social entre los europeos viejos y los europeos nuevos.
Si se renuncia a gestionar la integración de todos los que habiten en Europa bajo los estándares de comportamiento vigentes se estará en el peor de los mundos posibles. Se corre el riesgo de resquebrajar el sistema social del que estamos orgullosos -de cuya bondad da testimonio la propia corriente migratoria- y se estará alentando el desarrollo de actitudes racistas en las capas sociales menos favorecidas y previsiblemente más perjudicadas por la llegada de los inmigrantes. Tanto los inmigrantes como los viejos del lugar saldrán perdiendo.
Europa no es solamente una sociedad con un mejor nivel de vida, debe seguir siendo un reino de libertad e igualdad para todos.