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Tribuna
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En el largo plazo, todos vivos

Ahora que la masa está preparada y el horno dispuesto para la elaboración final de un nuevo acuerdo sobre pensiones públicas, llámese Pacto de Toledo o como sea, podemos asomarnos a las tripas de la problemática y al atisbo de las posibles soluciones.

Particularmente, me gusta el nombre de Pacto de Toledo porque ha adquirido raigambre en la opinión pública, y no precisamente por esa supuesta pacífica convivencia de razas y religiones que se dice se dio en la ciudad del Tajo en la Baja Edad Media. Baste recordar las revueltas populares antijudías en tiempos de Enrique III y Juan II.

En torno a 1995 comenzaron a surgir voces de alarma sobre el futuro del sistema público de pensiones en España, tanto a corto como a largo plazo. El caso español no era ajeno al resto de Europa. El problema a corto plazo se solventó como consecuencia de la bonanza económica de los años posteriores. Pero continúa vivo en cuanto al largo plazo.

Dos son los elementos que disparan la luz roja, baja natalidad y mayor esperanza de vida, que conducen a un progresivo envejecimiento de la población. El sistema de seguridad social basado en el reparto se ve afectado inmediatamente por la demografía, ya que lo que pagan unos lo reciben otros, y si los que pagan son menos y los que reciben más hay dos alternativas: o se paga más o se recibe menos. Por supuesto que siempre se puede acudir a las arcas generales para compensar las diferencias siempre que no sean enormes, pero eso es harina de otro costal.

Hoy sólo voy a tratar de los números bases de población y la causa de su afección al sistema, más adelante profundizaremos en su cuantificación económica y los remedios posibles, que los hay, no ya para paliar sino para evitar cualquier dificultad que se presente en el futuro.

En cuanto a natalidad, el número medio de hijos por mujer decrece paulatinamente los últimos años. Hemos pasado de un índice de 1,36 en 1990 a 1,22 en 2000. La esperanza de vida se ha incrementado, partiendo del mismo año, de 73,5 años para un hombre y 80,8 para una mujer, a 75,4 y 82,7, respectivamente, el último año del siglo pasado.

A partir de aquí las proyecciones apuntan a un ligero repunte de la tasa de natalidad para los próximos años, junto con una inexorable y afortunada tendencia de incremento de la esperanza de vida. Las razones de la mayor natalidad pueden encontrarse en las políticas de natalidad, el retraso en la edad de concepción de los hijos, el cambio en la actitud de la pareja en cuanto a compartir las tareas domésticas. Los motivos de la progresiva longevidad son obvios. Los datos disponibles enseñan un ligero mayor número de hijos en lo sucesivo que puede llegar a situarse en 1,36 en el 2010 y un 1,42 en el 2020. Aunque este dato puede estar un tanto contaminado debido a la mayor fecundidad de las mujeres inmigrantes.

La edad pasaría en los hombres a una media de 76,5 en 2010 y 77,2 en 2020, siendo para las mujeres de 84,3 y 85,1 respectivamente. Si las cosas continuasen a ese ritmo imaginemos esa longevidad de 0,6 años más cada 10 años. Si bien algunos expertos aseguran que dada la contextura física del cuerpo humano no resulta concebible una edad por encima de los 125 años.

La traducción a la población total, sin contar el efecto posible de la emigración, daría unos resultados de 42,4 millones de españoles en 2010, que se mantendría hasta 2020, comenzando este año un descenso hasta 40,5 en 2030, a 38,1 en 2040 y sólo 34,6 millones de habitantes en el año horizonte de 2050.

Estas diferencias tienen, además, un componente interno decisivo, porque la estructura de la población se modifica sobremanera. La población entre 16 y 65 años pasa de los 27 millones actuales a 28 al fin de la siguiente década y se mantiene estable durante los futuros, espero, felices veinte de este siglo. Pero al comienzo de los treinta disminuye a 27,2, y así, sucesivamente, a 24,7 en 2040 y 22,8 a mitad de centuria. Por el contrario, los mayores de 65 años van engrosando su participación en el conjunto desde la actualidad y siguiendo las décadas venideras de 6,8 millones, 7,5 a 8,6 a 10,4 a 12,4 y a 12,8.

La relación entre personas activas y pensionistas irá, en consecuencia, disminuyendo progresivamente al bajar el dividendo y subir el divisor.

Este escenario es sin duda el peor, ya que no cuenta con el efecto de la emigración, pero insoslayable, ya que se compone de las personas que ya existen y los padres de mañana serán los niños de hoy. Pero aun suponiendo fuertes flujos migratorios, la cosa no mejora mucho. Y de todas maneras es poco menos que imposible predecir hoy cómo será y se desenvolverá este fenómeno en el porvenir.

Tampoco conocemos otros factores fundamentales en relación con la emigración. ¿Permanecerán en España y se integrarán? ¿Retornarán a sus países de origen? Ahora podemos movernos con similitudes movedizas analizando lo ya ocurrido en Francia y Alemania en cuanto a tasas de retorno, pero que, evidentemente, deben tenerse en cuenta con todos los reparos. Y, más aun, es preciso contar que los trabajadores emigrantes se incorporan al sistema de seguridad social español engrosando primero la base de la pirámide, pero también acabarán en su vértice, es decir pasarán de ser cotizantes a pensionistas. El mal de fondo pervivirá porque cualquier movimiento negativo en la base afectará al conjunto.

Ahora toca examinar el por qué afecta la demografía al sistema de reparto. Aquel que inventó el reparto fue sin duda un genio de la política. Para asegurar la percepción de pensiones por los trabajadores cuando por edad no pueden trabajar. El resto de la población que no depende del trabajo carece de problema porque las rentas del capital tienen vida y rendimientos indefinidos. El planteamiento es elemental y responde a las estructuras de financiación piramidales. Los trabajadores en activo pagan a los pensionistas, y a su vez cuando los ahora cotizantes pasen a la jubilación, serán pagados por los que en su día trabajen.

Este esquema funciona perfectamente en los tiempos en que inicia la pirámide, y dota además de recursos ingentes al Estado que puede destinar, y destinó, a cualquier otro tipo de menesteres. Cuando comienza permite dotar de pensión a personas con nulas o escasas cotizaciones previas. Pero requiere que la pirámide se mantenga estable y los crecimientos del vértice se compensen proporcionalmente con aumentos de la base. Cualquier variación negativa afecta claramente al sistema.

A medida que se desarrolla se van introduciendo criterios restrictivos en las prestaciones, acudiendo a principios ajenos al cálculo financiero, aludiendo a valores como la justicia, la solidaridad y otros que poco o nada tienen que ver con la economía. Pero paralelamente se van creando otro tipo de percepciones en la población. Aquellos que cotizan aprecian como derecho adquirido la percepción posterior de una pensión, y en función, precisamente, de las aportaciones previamente efectuadas, ligando indisolublemente contribución-retribución. Aunque la relación financiera entre una y otra se desdibuja, a veces de manera absoluta. De aquí que cualquier cambio en el sistema, que racionalmente sólo puede hacerse introduciendo cada vez más criterios y cálculo actuarial, se hace doloroso, socialmente poco digestible y de difícil comprensión.

Es lo que pasa cuando se solapa un sistema de seguros mutuos a un riesgo que no es posible asegurar de esa forma. El espacio se acaba pero prometo más.

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