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PRESENTE
Columna
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Porto Alegre, otra vez

Porto Alegre acoge el Foro Social Mundial. Carlos Sebastián cree que los participantes deberían analizar la corrupción institucional de los países pobres antes que criticar las políticas liberales

Carlos Sebastián

Desde mi creciente agnosticismo, contemplo con tolerante perplejidad los encuentros multitudinarios articulados en torno a posiciones ideológicas y no en torno al análisis de problemas y a la discusión de propuestas. Bien es verdad que Porto Alegre tiene un tono festivo que lo hace más atractivo que muchos otros encuentros de similares características. Pero sus peleas contra los neoliberales y contra el FMI no dejan de recordarme aquella célebre escena de la excelente Vía Láctea, de Buñuel, en la que un jesuita y un jansenista se están batiendo a muerte por cuestiones doctrinales que sólo les interesan ellos y que nada tienen que ver con los problemas del hombre de la época.

Resulta evidente para mí que la liberalización de los mercados internacionales no es en absoluto la solución para el subdesarrollo, aunque el intento de relacionar mayor liberalización con incremento de las diferencias en la renta per cápita sea un caso más de correlación espuria. Pero también es un error que nada ayuda al difícil problema del subdesarrollo poner en el ámbito internacional la causa de la perpetuación de la pobreza en muchos países del mundo. Es imposible empezar a apuntar propuestas si se parte de un diagnóstico que pone el énfasis en el marco internacional, en lugar de en la estructura institucional de los propios países subdesarrollados. Y ese diagnóstico está basado en posiciones ideológicas y no en el análisis de los datos.

Buena parte de los problemas de los países subdesarrollados es que su estructura institucional -la forma en cómo se aplican sus leyes, su sistema judicial y administrativo y su sistema de valores- incentiva más el desvío de rentas que la generación de las mismas. Y que ese mismo entramado margina a una parte de la población, precisamente la que a través de la llamada economía informal revela tener capacidad de iniciativa, y la condena a un mundo precapitalista muy ineficiente (a un mundo en el que son ajenas las transacciones impersonales, la financiación externa, la innovación técnica, etc.). Y de esa situación no se sale con la mera liberalización de los mercados. Más bien es bastante irrelevante, pues buena parte de la población no participa en ellos. Pero también es verdad que esa situación no es la consecuencia directa de cómo se organiza el sistema económico internacional. Poner el énfasis en el sistema internacional impide comenzar a plantearse el difícil problema de cómo poner a aquellos países en la senda del desarrollo institucional.

El mundo desarrollado puede hacer muchas cosas y debería hacer más de lo que hace (una colaboración decidida y una financiación generosa en sanidad, educación e infraestructuras de capital). Pero es difícil estimular desde el exterior un cambio sustancial que consolide y defienda los derechos civiles y económicos de los ciudadanos -no en el ordenamiento jurídico, sino en la realidad diaria- y que reduzca significativamente la corrupción. Pero sin este cambio la colaboración internacional será baldía. ¿Qué hacer entonces? Esto es lo que debería discutirse en foros independientes con la participación de economistas, historiadores, juristas, políticos y demás. Pero todo parece indicar que en la congregación de Porto Alegre los objetivos son otros: demonizar a los perversos liberales.

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