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Tribuna
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La globalización y la globalifobia

Los equilibrios macroeconómicos son necesarios para el crecimiento, pero los condicionantes políticos y sociales los son también para consolidar el impulso inicial.

El 11 de septiembre nos ha enseñado que los dulces años de la globalización no han sido otra cosa que un interregno, un periodo de transición entre dos épocas de conflicto. La tarea con que nos encontramos nos exige forjar unas relaciones de paz entre pueblos separados por inalterables divergencias históricas, creencias y valores". Con esta dramática profecía el profesor John Gray, de la London School of Economics, termina su alegato inmisericorde contra aquellos que continúen ensimismados en un liberalismo al que se le otorgaba la capacidad de imponer un modelo universal de civilización en el que la globalización económica apartaría cualquier conflicto de grandes dimensiones. La antiglobalización se-ría, en consecuencia, el mensaje que debe devolvernos al terreno clásico de la historia, en que las guerras se desatan no sólo por motivos ideológicos, sino también religiosos, étnicos o territoriales.

Durante un largo periodo la actuación de los Gobiernos occidentales ha venido adoleciendo de una gran negligencia ante una serie de fenómenos gravísimos, preñados de semillas desestabilizadoras: el creciente comercio de drogas y de armas, la cultura mediática de la violencia y, en especial, la separación acentuada en la distribución de la renta entre países pobres y ricos con todos los odios y frustraciones que este tipo de situaciones fomenta. Mientras las grandes multinacionales se apropiaban del centro de la escena, Estados y organismos internacionales asistían complacidos al brillante espectáculo de un desarrollo económico geográficamente limitado pero que de modo inexorable acabaría extendiendo sus beneficios a los países que aceptasen y perseverasen en las reglas marcadas por la globalización. La llegada de capitales extranjeros sería la señal. El crecimiento del PIB acabaría con las exclusiones, con las deficiencias congénitas al subdesarrollo. Bastaba con tener abiertos los mercados.

Ha existido una resistencia formidable a aceptar que por grandes que fueran las entradas de capital sus frutos sólo serían patrimonio de los accionistas y directivos de las multinacionales y, por supuesto, de las elites gobernantes locales, pero que sus efectos generales sobre los países receptores serían muy limitados en ausencia de regímenes políticos democráticos. Desde Libia hasta Angola, eligiendo Guinea Ecuatorial como punto intermedio, es decir, países con conflictos armados internos pero también beneficiarios de la paz de las dictaduras, con abundantes reservas de hidrocarburos y escasísima población con relación al territorio, no se ha conseguido trasladar a los ciudadanos las ventajas materiales que las riquezas del subsuelo debían proporcionarles.

La complacencia occidental está en la base de la globalifobia que hizo su aparición súbita y violenta en Seattle. Aquella contestación entregaba además una nueva bandera al decrépito comunismo cubano y al naciente nacionalsocialismo venezolano. Hugo Chaves podría declarar a Foreign Affairs: "Si tú preguntas en la calle qué es el ALCA, nadie lo sabe. Hay que llevar el proyecto al pueblo; si no, es una farsa". Lo económi-co, argumenta el presidente venezolano, no puede ser el contenido de la globalización. Lo primero es la integración política, social, humana.

En el Reino Unido un antropólogo de Oxford, Monbiot, ha venido proponiendo un catálogo de cambios radicales: el cierre de cualquier compañía que practicase conducta antisocial, la creación de un Parlamento mundial y la fijación de un tamaño máximo para las multinacionales. En EE UU, Ralph Nader y sus seguidores, los entusiastas animadores del Quinto Poder, como se conoce a los movimientos antiglobalización, han aceptado una pausa ante la posibilidad que sus protestas sean consideradas antipatrióticas, antiamericanas en lugar de anticapitalistas. Temen que los grandes sindicatos de EE UU no les sigan en un momento en que antiglobalización y oposición a la guerra frente al terrorismo resultan fáciles de confundir. El movimiento obrero no va a oponerse a la guerra. Los ecologistas y el mundo del trabajo, que habían marchado juntos en EE UU y Europa, saben que la cooperación está interrumpida desde las hazañas de Bin La-den. Hasta los más radicales como Danaher, el contestatario que dice almacenar odio para oponerse a 10 globalizadores, anuló las movilizaciones que en septiembre debían ocupar Wall Street.

La resistencia contra la globalización, como los arroyos de la sierra, busca otros cauces. Desde dentro del sistema se acepta la reflexión de Lori Wallich en Seattle: el déficit democrático de la economía global no es ni necesario ni aceptable. Las palabras participación y pobreza han aparecido en el lenguaje del FMI que ha aceptado, como ha subrayado el premio Nobel Stiglitz, extender el compromiso de la condonación de la deuda más allá de los 20 países más pobres de la tierra. La presión popular ha abierto el debate sobre la transparencia y apertura dentro de los organismos internacionales. La defensa de la propiedad intelectual, que condenaba a todos aquellos enfermos del Tercer Mundo que no podían pagar los precios de los medicamentos contra el sida o la malaria, acaba de ser derrotada en la última cumbre de la OMC. La liberalización financiera ha sido duramente criticada por sus costes irreparables para los trabajadores de los países receptores de capitales que contemplaban cómo perdían sus empleos, mientras los inversores internacionales ponían a buen recaudo sus dineros.

Todas estas frustraciones son quizá también resultado de cierta confusión sobre las condiciones para el crecimiento de la producción. Si el motor de la producción se había polarizado en el papel clave del capital, la realidad y el propio sentido común han ampliado, como se reconoce por los espíritus más exigentes del Banco Mundial, la gama de factores fundamentales, tales como la capacitación de la mano de obra, la existencia de estructuras sociales sólidas y la capacidad empresarial. "Si los economistas habían observado -Jessica Einhorn, del Banco Mundial- una correlación entre crecimiento económico y alfabetización de la población, por un lado, y bajo crecimiento demográfico, por otro, finalmente han aceptado que estos y otros fines sociales son factores esenciales para el desarrollo".

En efecto, la aceptación de que estos valores no sólo son el resultado del desarrollo, sino un medio esencial para hacerlo posible, impone como ineludible una serie de condiciones políticas. Sin gobernabilidad y sin participación democrática, la globalización provoca incertidumbre, inseguridad, violencia. Los equilibrios macroeconómicos son necesarios para el crecimien-to, pero los condicionan-tes políticos y sociales lo son también para encauzar y consoli-dar cualquier impulso inicial; sin ellos, los desequilibrios reaparecerán y subsistirán la pobreza y la desigualdad.

¿Cómo solucionar algo tan complejo? Para una parte de los antiglobalizadores la solución radicaría en la aceptación general de los valores religiosos, étnicos, culturales de los diversos países, desde el proyecto bolivariano del Congreso de Angostura de 1819 a las diversas interpretaciones de la sunna (el camino) de los musulmanes. Otros menos optimistas pretenden la conciliación de los mecanismos de mercado con los valores democráticos. Elección que exigiría de los principales países el máximo de legitimación de esas instituciones, introduciendo más transparencia y democracia.

Sólo así sería posible conseguir una aceptable gobernabilidad de la globalización. La respuesta a la destrucción de las Torres Gemelas exige mucho más que una victoria contra el terrorismo de Bin Laden o el fundamentalismo talibán. Aunque las críticas de los globalifóbicos no hayan sido bien o correctamente expresadas, su mensaje no puede rechazarse sin antes experimentar nuevas formas de convivencia.

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