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TRIBUNA

<i>¿Se acabará la diversión? </i>

Terminar con los paraísos fiscales o jurídicos es una tarea complicada cuando incluso hay en Europa países que, a sabiendas, bordean tal concepto.

Globalización y soberanía de los Estados son ámbitos antagónicos de actuación. La primera requiere reglas comunes de actuación internacional, al menos dentro de ciertos parámetros de comportamiento. La segunda, sin embargo, posibilita ámbitos de actuación absolutamente libres, independientemente de los comportamientos vinculados por tratados internacionales.

Cuando el ejercicio de la soberanía se ejerce dentro de cauces normales de comportamiento, sin perjudicar a terceros, no hay problema. Pero, cuando al socaire de la propia libertad de actuación se provocan situaciones indeseables, es cuando surgen las alarmas y se hace necesario actuar al respecto. La globalización no puede ser parcial en su contenido, cuando causa perjuicios indirectos. Evidentemente no puede hablarse en términos generales; es la experiencia la que va mostrando la necesidad de imposición de nuevas reglas.

Recientemente ha aflorado el terrorismo como elemento que requiere globalización para luchar contra él. Lo que no sucedía hace años. El cobijo al terrorista reconocido hoy se contempla como no amparable en la soberanía, cosa que no ocurría hace algún tiempo. Y en España lo hemos sufrido en nuestras propias carnes. Hoy sería impensable hablar de un santuario francés o belga, aunque en su día se disfrazara de derechos humanos. Porque tan falaz sustento podría ser aplicado sin mayor disquisición intelectual al régimen talibán.

Quedan muchos elementos a considerar y precisamente dentro del mundo de la economía. ¿Tiene sentido consentir la existencia de, permíteme la expresión, países donde existe un verdadero cachondeo fiscal y jurídico? ¿De qué sirve establecer medidas de control si hay quien se las puede saltar, literalmente, a la torera yéndose a un paraíso fiscal o jurídico, o ambos a la vez?

No pretendo, ni muchísimo menos, preconizar reglas comunes de comportamiento e imponerlas a esos que podríamos llamar sanguijuelas económicas. Porque no es posible ni necesario hacerlo de una manera positiva, o sea, obligando a que los paraísos establezcan criterios tributarios y jurídicos homologables a los demás Estados. Pero es perfectamente factible dotarse de herramientas comunes, mucho más allá de las tímidas normas actuales. Sería necesario, sin llegar a una armonización fiscal y jurídica global, cosa que no es nada desdeñable, pero también impensable hoy por hoy, literalmente negar la integración en el comercio tanto de bienes como de capitales a tales engendros, a más de negar personalidad jurídica, en el mun-do civilizado, a los fantasmas legales. Por supuesto que respecto a sus ciudadanos y las rentas obtenidas por ellos podrían hacer lo que les viniera en gana, pero claro, con sus ciudadanos de verdad, físicos o jurídicos, y con las rentas de verdad obtenidas en tales territorios y garantía, siempre, de transparencia.

Comprendo que no es na-da sencillo, cuando tenemos en Europa países que bordean, y a sabiendas, el ser considerados paraí-sos. Pero, si no se hace, resultarán siempre hipócritas las políticas internas tributarias mientras se consienta la deslealtad internacional. No pretendo ser agorero, pero hasta que no ocurra el descubrimiento, que estoy convencido que lo será, de algún escandalazo de dinero blanqueado procedente de comercios ilícitos o de terror, no se tomarán cartas en el asunto. Las situaciones en que un ente autónomo se aprovecha del vecino es también indeseable, se produzca en la escala que se produzca. En nuestra patria, como consecuencia de la disparatada organización territorial de los municipios -proveniente de la Constitución de Cádiz-, se producen casos flagrantes muy parecidos a los que estamos viendo, tanto en materia fiscal como jurídica.

A mucha menor dimensión, pero en el fondo es lo mismo. Eso pasa con los ayuntamientos pequeños y vecinos de uno grande, en que éste debe correr con los gastos de infraestructuras y servicios públicos, y aquéllos establecen un reducido sistema impositivo y lenidad en materia de urbanismo. Y ni que decir tiene con relación a las infraestructuras, en que la permisividad de instalaciones anejas provocan la insuficiencia del diseño de la obra, al introducir elementos de uso ni queridos ni previstos ni tolerables.

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