<i>Progreso y preferencia por la igualdad </i>
Juan Manuel Eguiagaray Ucelay considera que las sociedades democráticas avanzadas han relegado a un segundo plano la cuestión de la igualdad social. Pero estima que Europa comienza ahora a hacer progresos en este tema.
Resulta muy discutible que la respuesta a los atentados del 11 de septiembre deba ser una campaña militar. No me refiero a la legitimidad de las acciones de acuerdo con el derecho internacional o a la pertinencia de la invocación del derecho de legítima defensa, aspectos que no ofrecen discusión. Me refiero a la adecuación y pertinencia de las acciones emprendidas por la comunidad internacional para hacer frente a la situación del mundo tras los ataques a las Torres Gemelas.
Sin duda, en primer plano aparece el terrorismo y su inmensa capacidad de generar destrucción e inseguridad, que necesita una respuesta en muchos frentes y no sólo en el militar. Pero, además, como vienen señalando con insistencia creciente voces diversas, son muchas más cosas que el fundamentalismo religioso las que la reciente crisis ha contribuido a poner de manifiesto. En realidad, se trata de viejas cuestiones no resueltas que, reducidas con frecuencia a preocupaciones morales de gente compasiva, vuelven a brillar por algún tiempo en la escena de las preocupaciones políticas con el fulgor prestado por los acontecimientos extraordinarios.
Por decirlo en breve, se trata de saber cuánta desigualdad es tolerable en las relaciones humanas y cuánta es debida al orden internacional político, económico y financiero en el que vivimos. Es obvio que nadie sensato puede identificar a los pilotos suicidas de los aviones estrellados contra el World Trade Centre con portavoces de los pobres de la tierra. ¡Sólo faltaba eso! Pero estaríamos viendo la realidad con filtros de diseño si pretendiéramos reducir los riesgos del mundo en que vivimos a las amenazas generadas por los variados Bin Laden existentes en el mundo.
Afortunadamente, algunas voces se van haciendo oír acerca de la necesidad de tomar impulso en esta crisis para hacer frente a algunas de las consecuencias más enojosas del actual orden mundial. Un orden -más bien un desorden- del que resultan escandalosas desigualdades e hirientes injusticias que en nada ayudan a prevenir la aparición de conflictos y guerras, menos aún a restar pretextos a los salvadores y partidarios de la acción directa. Una nueva arquitectura política y financiera internacional, se dice, resulta exigible. Aunque, desgraciadamente, ese resultado esté muy lejos, todavía, de convertirse en inevitable.
Las cifras del Banco Mundial, repetidas como introducción obligada cada vez que un conferenciante enarbola la causa de un nuevo orden mundial, resultan sobrecogedoras. Las tres personas más ricas del mundo poseen activos que valen más que el PIB de todos los países menos desarrollados y sus 600 millones de habitantes.
El 20% más rico de la población mundial gana 74 veces lo que el 20% más pobre. La diferencia era de 30 a 1 en 1960. El mismo porcentaje de los ricos del mundo posee el 86% del PIB mundial; el 20% más pobre tiene el 1%. Podríamos seguir¿
¿Es posible asegurar la paz en un mundo cada vez más globalizado cuando la desigualdad alcanza tales extremos? Y si no se desea plantear la cuestión en términos tan utilitarios como los anteriores, ¿es posible hablar con legitimidad de alguna idea de justicia o de orden moral mundial con una realidad como la que nos rodea?
Las sociedades democráticas avanzadas han relegado a segundo plano la cuestión de la igualdad. Cuando el nivel de vida medio alcanzado es comparativamente alto y las necesidades básicas están cubiertas para la mayoría de la población, la insistencia en la igualdad como imperativo ético o, incluso, como exigencia del desarrollo social, suena en los foros del poder económico y político como una demanda radical.
A pesar de lo dicho, una sociedad relativamente opulenta como la europea, ha comenzado a reconsiderar límites de la coexistencia de la opulencia con la pobreza y la desigualdad. La reciente Comunicación de la Comisión Europea al Parlamento y al Consejo sobre la exclusión social es una muestra bien ilustrativa de lo que digo.
Una Sociedad del conocimiento como la diseñada en Lisboa, orientada a garantizar un elevado progreso económico y una sólida cohesión social, no puede ser ajena a las desigualdades surgidas en su seno y, todavía menos, a la existencia de elevados niveles de exclusión social.
De acuerdo con los datos de la Comisión, un 18% de la población europea, algo más de 60 millones de personas, puede calificarse como pobre por situarse sus ingresos por debajo del 60% de la renta mediana de sus países. Una proporción que llegaría al 26% si no existiera el sistema de transferencias sociales que caracterizan la protección social europea. De lo que se deduce la necesidad de poner en marcha una estrategia europea asentada en indicadores precisos y en medios de acción bien determinados; una estrategia para la que la mayoría de los países están, todavía, mal preparados a juicio de la Comisión. Pero, al menos, en Europa existe la certidumbre de que, con diferente alcance para cada país, la pobreza relativa está directamente relacionada con la intensidad de las acciones del sistema de protección social, como viene ilustrado por el cuadro adjunto.
Hay pocas dudas de que, hablando en términos comparativos, Europa es un lugar privilegiado para vivir. En este continente, a pesar de las insuficiencias, la preocupación por la igualdad forma parte de los valores sociales compartidos y de la acción de las instituciones. Resultaría poco entendible que Europa no defendiera a la escala del mundo -de este mundo cargado de desigualdades y de injusticia- lo que predica y defiende en su propio ámbito ahora que resulta especialmente necesario y oportuno.
Desgraciadamente, en Europa parecen abundar hoy los líderes dedicados a medir con esmero las repercusiones internas de la crisis mundial que vivimos. Sin embargo, apenas se hacen oír los que se aprestan a encararla con la pretensión de acompañar la legítima defensa con razonables medidas de prevención en el orden económico e institucional, como la ocasión lo merece.