<i>Imagen y sociedad decente </i>
La gente aprecia más la sinceridad y la espontaneidad que la nitidez de los logos o el color de las corbatas.
Desde la desaparición, el pasado 11 de septiembre, de la Torres Gemelas, las sociedades avanzadas se han vuelto a percatar que la sensación de fragilidad e incertidumbre que envolvía el dinamismo de los mercados y las expectativas sociales es algo más que un fugaz palpito o una inquietud pasajera.
Con lo que se ha pasado de la infundada confianza en que ya no habría fases recesivas a creer que con la desaparición de la emblemática obra de Yamasaki también se empezaban a desmoronar las bases de un sistema que ha permitido una globalización de las transacciones comerciales tan espectacular como desigual y excluyente.
Al tiempo que se ha vuelto a poner en evidencia que su fragilidad se fragua en la disparidad que media entre las potencialidades tecnológicas y las capacidades colectivas para construir una nueva convivencia entre las gentes. Que evitase descubrir de pronto que no en todo el globo se dan unas condiciones de confort o que desde los pedregales de Afganistán u otros desolados parajes alguien pueda atemperar, con acciones descabelladas, la marcha de los mercados internacionales.
Así de súbito, se ha caído en la cuenta que la realidad humana es tan dual como desconocida y que para que algunos busquen como llevar a las teóricas sociedades de riesgo catástrofes todavía insospechadas no necesitan tener detrás una potencia científica.
Basta con aplicar algunos avances tecnológicos ajenos para desbaratar aquellos sistemas que permiten la vida en grandes conglomerados, sin que se sepa cuáles pueden ser las razones últimas que mueven los hilos criminales.
Y es que en la era de la exuberancia informativa en realidad se sabe muy poco de culturas y pueblos que no tienen accesibilidad al Nasdaq ni en sus horizontes vitales se avistan todavía las preocupaciones por el futuro de las empresas puntocom o la evolución de los índices de confianza de los consumidores.
Ni hay experiencia para asumir que otros pueblos no compartan las creencias y modas de unas sociedades que ahora descubren lo poco que saben de esos enemigos difusos que pueden empujarlas, con sus desvaríos, a la recesión y el miedo. Pero también a redescubrir el valor de las personas y su fortaleza para superar la adversidad.
De ahí que en medio de la confusión y el desánimo de los primeros momentos se ha podido constatar que la solidaridad con las víctimas ha primado sobre el odio indiscriminado y la prudencia se ha impuesto a los tambores de guerra inmediata. O que ha habido empresas, como ha sido la firma de inversión Morgan Stanley por poner un caso, o líderes públicos, como el agigantado alcalde de Nueva York, Giulanni, que han dado ejemplo con sus comunicados y presencias de cómo se puede afirmar una imagen pública dejando de lado el tratar de imponer una identidad corporativa o un perfil político alambicado.
Pues de sobran saben que cualquier imagen se concreta en la percepción de las gentes. Que aprecian más la sinceridad y espontaneidad que la nitidez de los logos o el color de las corbatas. Sobre todo si con la actitud que subyace en el anuncio-misiva de Purcell o en el tesón del alcalde se resalta que las personas son lo importante, que es posible volver a empezar y que con el esfuerzo de los equipos y la fe en el futuro éste se podría atisbar de inmediato.
Tales gestos, que hablan más de cooperación que de venganza, contrastan con la prepotencia que inicialmente latía al bautizar las operaciones de respuesta como Justicia Infinita.
O difieren bastante de la pantomima que ha escenificado aquí un banco presentando como nueva identidad la que tenía una de las entidades fusionadas. Sin reparar en que con ello no se daba precisamente imagen de modernidad, ni quedaban en buen lugar los sumisos oficiantes.
Que al tiempo que hacían de tripas corazón constataban ante los clientes y empleados lo poco que mandarán en el futuro y que en este la autoridad se seguirá ejerciendo con los modales y protagonistas de anteayer.
Y es que si algo se está aprendiendo a pasos acelerados es que en un mundo tan ancho como diverso la civilización consiste, como narra Avishai Margalit en La sociedad decente, en que los miembros de la sociedad no se humillen unos a otros.
Pero la decencia sólo se alcanza cuando las instituciones hacen lo propio y evitan que las gentes sean puestas en evidencia o marginadas por no tener las condiciones de los que se sienten superiores.
Al tiempo que propagan políticas y trabajen por conseguir que cualquiera tenga más oportunidades para coo-perar y construir que para odiar y alegrarse con las desdichas sobrevenidas a los otros.
Ya que de lo contrario, de seguir haciendo gala de arrogancia desde la que se olvida escuchar también o los distintos, no es necesario ser Frederic Forsyth para saber que después de lo ocurrido cualquiera temerá que todo es posible. Lo que acentuará que a medida que esa ideal Sociedad Decente se aleja las sociedades de riesgo, incapaces de integrar las multiculturalidad y la ilusión, estarán abocadas cada mañana a la catástrofe.
Y en lugar de crear imágenes de seguridad y confianza lo único que se conseguirá es acentuar el miedo y propiciar que el terror se siga dejando sentir bajo las más variadas formas.