<i>Repensando la economía</i>
Los acontecimientos del 11 de septiembre están actuando como verdadero revulsivo intelectual. Se trata de un hecho global total, político y económico, que somete las ideologías dominantes a la prueba de los hechos y obliga a revisar nuestra interpretación del mundo.
Esta revisión afectará fundamentalmente a las políticas económicas y a las relaciones Norte-Sur. Vemos ya cómo vuelven viejos y despreciados paradigmas y se olvidan los que ayer estaban de moda. El propio FMI reconoce en su último Economic Outlook que "no hay una relación significativa entre la liberalización de los capitales y el crecimiento". El presidente Bush declaraba, al día siguiente del atentado, que "los valores están por encima de los beneficios", mientras la Administración republicana prepara un vigoroso plan de relanzamiento keynesiano.
El déficit público ya no es sólo un problema a combatir, sino un instrumento para hacer frente a las recesiones. Los sectores gravemente afectados por las consecuencias económicas de los atentados, como transporte aéreo o seguros, no son abandonados a la dura ley del mercado. Los Gobiernos, el primero el americano, intervienen con medidas y recursos públicos para salvarlos. Los conceptos de ser-vicio público, responsabilidad colectiva y patriotismo flo-recen como antítesis de los ex-cesos ideológicos ultraliberales.
Los medios que actúan como portavoces habituales de Wall Street piden en primera página estímulos monetarios y fiscales, menos impuestos, más déficit y mejor sistema de protección social para hacer frente a la recesión. Pocas veces las prioridades de un Presupuesto habrán cambiado tanto en tan poco tiempo como las del Presupuesto federal americano después del 11 de septiembre.
Dos consideraciones parecen especialmente relevantes. La primera, referida a la evolución previsible de la economía americana; la segunda, a las relaciones Norte-Sur.
Los últimos 10 años han sido una época de paz y seguridad para EE UU. La desintegración de la URSS había eliminado la mayor amenaza militar y la implosión de la economía japonesa dejó fuera de combate a un importante adversario económico. Los dividendos de la paz abonaron el florecimiento de la nueva economía al permitir una gigantesca transferencia de recursos desde el sector público al privado. Sin un peligro exterior al que hacer frente, el gasto militar americano disminuyó del 5,2% del PIB en 1990 a menos del 3% en 2000 en general, el peso del sector público cayó del 20,4% del PIB al 17,6%. En ambos casos, el nivel más bajo en medio siglo. Complementariamente, el sector privado se expandió en todos los frentes, financieros, comerciales y tecnológicos. Impulsado por la innovación tecnológica, el stock de capital de las empresas americanas se incrementó más de un 30% en la década.
Pero las actuales circunstancias modificarán el reparto de papeles entre los sectores público y privado. El sector público tendrá mayor protagonismo en la asignación de recursos a través de las ayudas a las empresas en crisis y el aumento del gasto en defensa y seguridad. Los objetivos de I+D darán prioridad a las tecnologías relacionadas con la seguridad, en detrimento de las que aumentan la productividad. Los costes del transporte tenderán a aumentar, con el consiguiente efecto negativo sobre el comercio exterior. El control en las fronteras y, en particular sobre los inmigrantes, hará más escasa y cara la fuerza laboral, aumentando los costes de producción.
Todo ello debe razonablemente inducir una disminución del crecimiento y la productividad y, en consecuencia, aumentar el desempleo, lo que exigirá aumentar el gasto de protección social, especialmente en un momento en el que la psicología colectiva privilegia los valores solidarios. Nadie puede predecir el resultado de estos cambios estructurales. Dependerá del ritmo y la forma en la que se vayan aplicando las nuevas políticas económicas y de su extensión al resto del mundo, pasando por Europa y llegan-do a los países emergentes. æpermil;stos se verán especialmente dañados por una disminución de la actividad global.
El último informe del Banco Mundial lo anticipa al describir de qué manera pueden verse afectados los países dependientes del turismo y la exportación de materias primas. La reducción de los ingresos que pueden sufrir implicaría empujar unos 10 millones de personas más por debajo de la línea de la extrema pobreza y a la muerte prematura a unos 20.000 niños más en los países más pobres de África. Un coste humano a añadir a los muertos del World Trade Center, igualmente inocentes pero seguramente menos llorados.
En cualquier caso, el atentado se produce en un contexto de relaciones Norte-Sur muy degradado. Descubrimos que la liberalización y el fantástico crecimiento de EE UU no ha beneficiado a los países más pobres. El Tercer Mundo siente que ha hecho más concesiones que los países desarrollados en las negociaciones internacionales que han tenido lugar en la década, desde el Uruguay Round a Seattle. Y muy probablemente tiene razón, especialmente en lo que se refiere a protección de los derechos sobre la propiedad intelectual, convertido en un importante instrumento de dominación, como el caso de las vacunas contra el sida ilustra perfectamente. En realidad, los países desarrollados ni siquiera han (hemos) cumplido los compromisos para liberalizar los sectores en los que los países en desarrollo tienen ventajas comparativas, como textil y agricultura.
Aunque el concepto de Sur sea cada vez más homogéneo y encierre realidades bien diferentes, desde Corea al Sudán, la realidad es que la promesa de que cuanto más se liberalizara y más se involucrara en los flujos de capital mundiales, más participarían en el crecimiento, no se ha cumplido en los hechos. Al contrario, se hunden en una pobreza insostenible, resumida en esos mil millones de seres humanos que viven con menos de un dólar al día.
Que eso sea o no el caldo de cultivo del terrorismo es discutible, pero es seguro que ambos fenómenos no son independientes. Por ello, el atentado del 11 de septiembre reabre el problema Norte-Sur, cuestiona gravemente la mundialización entendida como modo de desarrollo derivado del consenso de Washington y debiera convertir la ayuda al desarrollo en la primera prioridad de los países ricos.