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TRIBUNA

<I>Embaucadores y milenaristas </I>

Debe dejar de ser novedad que los órganos reguladores sean diligentes, y éstos han de empezar a aplicarse a sí mismos las normas de eficacia que propugnan para los regulados.

Cuenta Guillermo Fatás en su sugerente ensayo El fin del mundo que, debido a que no estaban unificados los calendarios, cuando llegó el año 1000 no hubo una sensación generalizada de que entonces terminaba el primer milenario de Cristo. Ni que la propensión a ver cercano el Apocalipsis se dé en épocas prosperas. Lo cual explicaría, dado que el Nasdaq no había tocado su techo al concluir el año 1999, el poco ruido milenarista con que se llegó al año 2000. Sin que ello signifique que desde que se tienen noticias de la Humanidad no se hayan multiplicado los embaucadores de toda laña, ni hayan sido menos los que han aprovechado cualquier anécdota para magnificarla, y así advertir que los cielos se derrumbarán, los sistemas quebrarán y la desconfianza y el miedo encogerán cualquier animo. O que otros desvíen cualquier angustia en aras de regenerar las costumbres, mejorar los procedimientos y, de paso, ver si cambian los entramados del poder.

A lo largo de esas páginas sobre Apocalipsis y Milenio es posible atisbar que en todo embaucamiento late el deseo de alcanzar la gloria y el triunfo en épocas venideras. Que es, en definitiva, el mismo estímulo que mueve a los especuladores financieros y también, aunque a su escala, a los inversores que ingenuamente ponen sus ahorros en su estela, cuando confían conjuntamente en que sus ganancias superarán lo que razonablemente cabría esperar de la dinámica de los mercados.

De forma que cuando no se cumplen los anuncios escatológicos, o las simples expectativas de rentabilidad, no sea de extrañar que los augures se avengan a renovar sus profecías y los especuladores cedan a la tentación de intensificar las practicas piramidales, y la falsificación de certificados de depósito se emplee como en épocas y casos precedentes.

Tampoco debiera sorprender que los fraudes resulten más dramáticos y dignos de atención cuando se producen en mercados bajistas que cuando se dan en medio de exuberantes subidas. Ya que con esas euforias colectivas a nadie importa que se caliente el precio de las acciones, ni se lleva a los tribunales a los impulsores de tales prácticas hasta que los globos se desinflan.

Ello no impide que cuando los dineros se evaporan los afectados tengan la sensación de que las tribulaciones del Apocalipsis han empezado por ellos. O que se constate que los ecónomos de algunas diócesis no parecen ser más sagaces que los canónigos que les precedieron en estos menesteres.

Si bien ello no es solamente achacable a que hayan dejado de invertir en letras para embarcarse a suscribir activos estructurados y sí al llevar a las prácticas mercantiles la misma credulidad que ellos y sus colegas predican para sus fieles. Predicas que no difieren, salvo en su objeto salvífico, de las que se emplean publicitariamente para que las gentes apliquen sus posibles en comprar productos financieros cuyas denominaciones y jergas sólo son accesibles a un grupo reducido de iniciados. Lo que propicia el que algunos espabilados se apropien de sus liturgias para embaucar a más de un iluso, sea conocido o no, siempre que esté dispuesto a comprar a crédito la parusía de rentabilidades inauditas.

La novedoso no está, por tanto, en que ahora aquí se hayan copiado las fórmulas de falsificación de certificados que no fueron inusuales en los mercados rampantes del Japón de los años noventa. Ni que se hayan propiciado connivencias entre administradores públicos, organizaciones piadosas, gentes bienintencionadas y sinvergüenzas de toda la vida.

Pues ejemplos de tales procederes y concurrencias los hay a miles en la historia de los mercados y de las ilusiones colectivas. Pero sí debiera de empezar a dejar de ser una novedad el hecho de que los órganos reguladores sean diligentes y empiecen aplicar para sí mismos las normas de eficiencia y comprobación que propugnan y debieran exigir y practicar con los regulados.

De forma que cuando se malicie que las actuaciones que se han seguido no han sido un dechado de virtudes y prudencias, no quede otras salida que hacer mutis por el foro antes de que algunos alevines de milenarias piensen que los problemas se solventarán gracias a las purificaciones de ceses y dimisiones.

Hace ya tiempo que se sabe que en las economías avanzadas los lenguajes gerenciales vienen transidos de referencias éticas y apelaciones a las buenas prácticas. En esas economías, asimismo, cada vez se exige más que los lenguajes de la administración de lo público asuman las pautas de eficacia y efectividad que se propugnan para las iniciativas lucrativas, por lo que de funcionar adecuadamente no sea posible mantener por mucho tiempo embustes y trapisondas.

Con ello no se asegura que no sigan apareciendo aventureros y charlatanes que confían en que siempre será posible hacer de los engaños unos negocios perdurables. Y que buscan cualquier resquicio para esquivar controles, lo cual sería más factible si las regulaciones no se fuesen actualizando de modo que cada vez fíen más de los hechos probados que de las amistades, peligrosas o no, y de las buenas intenciones y promesas. Por lo que lo preocupante en un caso como el de Gescartera no es en sí el presunto timo del señor Camacho, ni las dádivas intercambiadas para ir camuflando las supercherías, sino el que los procedimientos y sistemas para enterarse de los temas relevantes hayan tardado tanto en hacer saltar las alarmas.

La modernidad requiere, por tanto, que las cautelas y las eficiencias dejen de tener que reclamarse cada vez que el pecado se hace presente. Tales cautelas, que al parecer son las que han llevado al presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Alan Green-span, a cerrar sus posiciones en renta variable para poder seguir inyectando liquidez al sistema y sin que nadie lo haya interpretado como el anuncio de nuevas caídas, deben conjugarse con la diligencia a la hora de actuar. Que no suele ser lo mismo, sin embargo, que el atropellarse cuando hay que decidir. Máxime si en el mismo día se multa a un chiringuito y se le eleva de categoría. Ni con cambiar de criterio ante la evidencia de que con una subcomisión no se podría saber quiénes habrán de despeñarse por el caiga quien caiga presidencial.

Pero algo convendría hacerse y pronto, pues lo que ya no se lleva es aquella máxima del Mío Cid de que el honrado y principal a la primera acertalla, que si la acierta mal defendella y no enmendalla.

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