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TRIBUNA

<I>El coste de la no Europa</I>

Jacques Delors, el último presidente de la Comisión Europea que merece ser recordado, andaba lanzando el Acta æscaron;nica Europea, referente normativo básico del Mercado æscaron;nico de cuyo impulso vivimos y al que debemos, por ejemplo, el punto de ignición de la Unión Económica y Monetaria con el euro incluido y que ha transformado de modo radical las economías de los países miembros. Como siempre, los triunfalistas de la catástrofe se apresuraron a presagiar toda suerte de inconvenientes que nos sobrevendrían como consecuencia del Acta que se pergeñaba. Entonces Paolo Ceccini fue encargado de redactar un informe para alancear tantos fantasmas, recelos y susceptibilidades con datos contrastados. El título del trabajo -El coste de la no Europa- dejaba en claro sus propósitos. Quienes apostaban por la inercia del statu quo como el mejor procedimiento para la defensa de los intereses nacionales debían saber que cerrar el paso al Acta æscaron;nica significaba la pérdida de nuevas oportunidades, pero además obligaría a hacerse cargo de unos costes prohibitivos.

Ahora que en el Parlamento vasco el debate de investidura del candidato, Juan José Ibarretxe, ha vuelto al ritornello de hay que hablar de todo, conviene acordarse de Paolo Ceccini y su famoso informe, al que tal vez fuera necesario volver. Porque cada uno de los que están investidos de responsabilidades públicas ha de saber las cosas que desencadenan las palabras. Los políticos han de honrar sus convicciones o mudarlas, lo cual puede hacerse de modo honorable sin incurrir en vileza alguna. Cambiar algunas convicciones cuando se adquieren nuevos datos es sólo síntoma de inteligencia sentiente por utilizar la expresión feliz de Xavier Zubiri. Hay además un criterio que permite separar los cambios legítimos de los puramente oportunistas porque estos últimos siempre se producen en busca de la forma de mejor promover la prosperidad de los propios intereses. Dios nos libre de prescribir como norma de conducta que siempre la autenticidad de un cambio se resuelva en la comprobación de que el cambio ha acarreado toda clase de ruinas y desastres. En ninguna parte está escrito que la honradez deba ir unida de modo indisoluble con irrogarse perjuicios innecesarios.

O sea que sigamos a Max Weber y propugnemos para los políticos, incluidos los del ámbito vasco, una armonía preestablecida tipo Leibnitz entre las convicciones y las responsabilidades. Invitémosles a tomar en consideración las consecuencias inexorables que de sus palabras se desprenden, más allá de la explícita voluntad del dicente. Por todos los medios en política hay que evitar verse sorprendidos por asuntos del todo previsibles. Las consecuencias pueden ser lógicas, matemáticas, pero también sociales, económicas, energéticas o gasísticas o pesqueras o de cualquier otro orden.

Quien piense que basta con buscar el reino de Dios y su justicia o, a los efectos ahora considerados del discurso de investidura del lehendakari Juan José Ibarretxe, que basta, insistimos, buscar la autodeterminación y la independencia y que todo lo demás se les dará por añadidura debiera ser felicitado por apuntarse al mundo superior de las bienaventuranzas y de la ingravidez, pero al mismo tiempo excluido del mundo de las realidades pesantes y de las fuerzas que estudia la física si se quieren evitar esos desastres bienintencionados que tienen empedrados todos los infiernos.

Qué interesante, en relación con todo lo anterior, las sesiones del XIII Seminario de Europa Central celebrado estos días por la Sección Española de la Asociación de Periodistas en el palacio de Miramar de San Sebastián dentro de los Cursos de Verano de la Universidad del País Vasco.

El seminario, que se inició antes de la caída del muro de Berlín, ha sido perspicaz al invitar gentes de Polonia, República Checa, Hungría y Eslovaquia sin los oropeles del poder, pero que enseguida han sido encumbradas como primeros ministros o presidentes de esas repúblicas. Qué interesante, insisto, escuchar a relevantes personalidades de Chequia cantar la palinodia a propósito de la llamada separación de terciopelo que produjo la escisión de Checoslovaquia. Creyeron los checos que con la independencia de Eslovaquia se liberaban de un lastre de descontento y podrían acelerar sus procesos de adhesión a la UE, pero han comprobado que los efectos han sido adversos. Pensaron algunos eslovacos de la secta del iluminismo que con la independencia todo sería en frase de Felipe Mellizo vengan días, caigan duros, pero el convencimiento de la propia causa ha carecido de consecuencias taumatúrgicas. Además durante los años de Meciar, que se prepara para volver en las próximas elecciones, todo eslovaco resultaba sospechoso de no serlo en la medida suficiente y de todo extranjero se recelaba por si pudiera formar parte de la conjura internacional contra Eslovaquia, conforme una paranoia exacerbada que parece estar más contenida.

Cómo sorprendió al auditorio escuchar que los eslovacos cuando se produjo la escisión estaban mayoritariamente en contra y que por eso los acuerdos se hicieron en las cúpulas parlamentarias. O sea, que volviendo a nuestro terreno, alguien tendría que volver a redactar el coste de la no Europa y de la no España, porque debe distinguirse la factibilidad de la capacidad de abonar su precio.

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