<I>Los políticos y las cajas</I>
Elena Carantoña considera que se debe potenciar el carácter fundacional, los objetivos sociales y la vinculación territorial de las cajas de ahorros y denuncia la intromisión de los partidos políticos en la actividad de estas entidades.
En la Asamblea General de la Confederación Española de Cajas de Ahorros (CECA) de abril, el gobernador del Banco de España resaltó la buena salud financiera de que gozan las cajas, desgranó una serie de recomendaciones sobre las prácticas más convenientes para que se mantenga y reafirmó la importancia de las cajas de ahorros en el panorama financiero español, por su contribución a un mayor grado de competencia en el mercado y porque sus objetivos sociales y su vinculación territorial hacen de ellas una garantía contra la exclusión financiera de clientes o zonas geográficas.
Estos planteamientos permitían presumir que la privatización de las cajas de ahorros no estaba ya en la agenda política y que las modificaciones legales que el Gobierno central venía anunciando tendrían como eje los dos temas que más preocupan en el entorno de las cajas: los instrumentos para su crecimiento y los límites al control político sobre sus decisiones. En ambos podría esperarse un acuerdo entre partidos y comunidades autónomas para elaborar una norma consensuada, duradera y satisfactoria. La crisis en las cajas andaluzas y las consecuencias que está teniendo en las relaciones entre los dos partidos mayoritarios han dado al traste con esta expectativa, al menos a corto plazo.
El aspecto más negativo de esta crisis es que se mezclan un debate política y técnicamente interesante y abierto, cual es si conviene o no una fusión de cajas de ahorros en Andalucía y con qué dimensión y en qué plazos, con peleas entre partidos y dentro de los partidos, y en las que están involucrados el Gobierno central y el andaluz. Se añaden acusaciones sobre actividades que quizás estén dentro de los límites legales, pero son poco recomendables desde el punto de vista del buen hacer de una entidad financiera. Las peleas y acusaciones hacen imposible un debate racional y una solución pactada a las diferencias de criterio. Sea cual sea la salida final a la crisis, serán las entidades las que tengan que pagar un precio en pérdida de confianza y en inestabilidad.
En Asturias, hace un año, tuvimos una crisis de este tipo durante la aplicación de la Ley de Cajas. Pero entonces el ministro de Economía no intervino para llamar al orden a sus correligionarios cuando establecieron en la ley un mecanismo de reparto entre partidos de los puestos en los órganos de gobierno de Cajastur ni cuando forzaron la renovación de cargos por procedimientos más que cuestionables y que están aún incursos en causas judiciales y pendientes de resolución administrativa ni para oponerse a que el vicepresidente del Parlamento regional, miembro de su mismo partido, se sentara en el consejo de administración de Cajastur, contradiciendo así su propia doctrina de despolitización de las cajas.
La relación de las cajas con su entorno público tiene un aspecto institucional perfectamente defendible, que deriva de su propios fines sociales y de su vinculación territorial, y otro partidista, que contamina el anterior y cuyas consecuencias son siempre negativas, vengan del partido que vengan. Evitar esta politización no es sencillo. La propuesta barajada desde el Gobierno central de limitar al 50% la presencia pública en los órganos rectores, aumentando la presencia de los impositores, no es una garantía de despolitización.
La prueba son las recientes elecciones de impositores en Caja Madrid, donde las candidaturas iban avaladas por partidos y sindicatos y cuyos resultados se reflejaron en los medios como si de unas elecciones a un parlamento se tratara.
Pueden encontrarse otras formas de proteger a las cajas de los intereses de partido reforzando al mismo tiempo su carácter fundacional, sus objetivos sociales y su vinculación territorial. Por ejemplo, la incompatibilidad de los cargos electos para formar parte de los órganos de dirección. Y establecer sistemas de designación de representantes de los ayuntamientos y las comunidades autónomas por mayorías muy amplias, de tal forma que las personas se sintieran obligadas ante la institución y no ante los partidos, y que los partidos, a su vez, no pudieran considerarlas representantes de su formación política, sino del ayuntamiento o la comunidad autónoma que los nombró.
Este tipo de salvedades obligaría también a que el perfil de los candidatos fuera contrastable desde el punto de vista profesional y que tuvieran un talante lo bastante abierto para resultar aceptados por todo el espectro político, lo que sería una garantía a favor de su ponderación y su profesionalidad y contra el sectarismo y la incompetencia. Si además hay una separación clara entre la presidencia y la dirección, las cajas estarían prácticamente blindadas ante intentos de ejercer sobre ellas presiones políticas o de dirigir sus consejos de administración con criterios de partido y no institucionales.
Pero esto exigiría que los partidos dejaran de identificar sus propios intereses coyunturales con los intereses generales que se encarnan en las instituciones. Y tal como evoluciona el conflicto andaluz, no parece que estemos cerca de ese día.