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TRIBUNA

<I>Piensos prohibidos </I>

A la luz de los acontecimientos relacionados con la seguridad en los productos alimentarios, Miguel Ángel Aguilar dice que por el camino de la competitividad podemos estar llegando al envenenamiento colectivo.

Como cantábamos cuando éramos escolares y recordaba ayer un periodista buen amigo mío por los micrófonos de una madrugada radiofónica, ahora que somos pequeñitos no sabemos apreciar el bien que se nos hace, pero nuestro Gobierno audaz acaba de decidir que es llegado el tiempo de contarnos la verdad, eso sí, en cómodos plazos, en pequeñas dosis, para facilitar su asimilación sin sobresaltos ni contraindicaciones. De ahí que en el asunto de la encefalopatía espongiforme bovina el Ministerio de Agricultura admita en un informe del miércoles que las reses, sobre todo de las ganaderías lecheras y de las bravas, han sido alimentadas hasta hace cuatro meses con harinas cárnicas, prohibidas desde 1994.

Enseguida se nos explica en el mismo informe que los ganaderos, con su carita de damnificados -pero esta apreciación sólo es atribuible al aquí firmante-, parecían saber muy bien lo que convenía a sus reses de ordeño o de lidia, que con esos piensos prohibidos daban en producir más leche y con más materia grasa, tan valorada por las centrales, y eran mejor recibidas por el público aficionado de los tendidos en las plazas de toros donde se celebra la fiesta nacional. Así que del análisis de los anteriores elementos cabría deducir que estamos ante un caso en el que por el camino siempre ponderado y progresivo de la competitividad se habría llegado al infame retroceso del envenenamiento colectivo.

En el altar de la competitividad, ese dios insaciable de la modernidad al que todo le es debido, hemos ido sacrificando todos los valores, incluida, como ahora se ve, la propia decencia. Resistirse a ese culto permanente es tildado de renuncia al progreso, y a quienes lo intentan se les pronostica, como repetía Julio Cerón, que quedarían arrumbados por el viento de la historia en la playa de la insignificancia. Pero el escándalo tiene décadas de antigüedad, y ahí está el caso del metílico embotellado como anís, el del aceite de colza desnaturalizado vendido para consumo humano y tantos otros, sin salirnos del sector alimentario, en los que las garantías en principio sagradas para la salud pública han cedido a favor de los avances de la competitividad o, si se prefiere decirlo con palabras de un alto cargo actual, de la optimización de los beneficios.

Eran tiempos de los Gobiernos de la UCD de Adolfo Suárez, y alguno de los liberales embanderados empleaba ya su ingenio en hacer chanzas, por ejemplo, de la política de grasas considerada intervencionista y, por tanto, perjudicial. Empezaba a encomiarse de modo ilimitado la sabiduría de la mano invisible del mercado. Entonces el caso del aceite de colza vino a suministrar una posibilidad de contraste en vivo. ¿Para qué tantas regulaciones y controles administrativos? En cuanto se comprobó que el causante de tantas muertes e incapacidades era el aceite de colza, el público dejó de adquirir lo que hasta entonces estaba considerando una ganga ventajosa. Cierto, decían aquellos avanzados liberales que me abstendré de nombrar, que algunos quedaron en la cuneta y que otros muchísimos más fueron afectados de modo irreversible por el síndrome, pero al fin se avanzó como en las ciencias experimentales mediante el procedimiento de ensayo y error.

Cundía la abominación de la burocracia, un avance colosal para los de a pie respecto de los privilegios y humillaciones del antiguo régimen, y la costumbre de denostar al Estado. Ya habían dicho, quienes todos sabemos, que la mejor ley es la que no existe, tanto a propósito de los medios de comunicación como de otras diversas materias. La receta de cuanto menos Estado mejor (una evidencia para los más fuertes) empezaba a hacer fortuna incluso entre los más desfavorecidos. La desprotección social podía llevarnos a ser un país grande como Estados Unidos, donde hasta los obreros se endeudan para llegar a ser accionistas y ganar (o perder) en la Bolsa lo que nunca habían soñado con la remuneración de sus empleos.

Abajo el salario mínimo, clamaba en avanzadilla Pedro Schwartz. Puesto que hay empleadores dispuestos a contratar por debajo de ese umbral económico y padres de familia que aceptarían remuneraciones inferiores, elimínese la traba rígida del salario mínimo e inmediatamente habrá disminuido el paro. Eran propuestas imaginativas de una lógica implacable que sin timideces hubieran podido llevar muy lejos. Porque también cabría decir que la flagelación estimula la circulación de la sangre y tal vez la productividad y que algunos aceptarían que esa punición figurara entre las condiciones de empleo. Así que con la vuelta de los castigos corporales hubiera podido continuar descendiendo el paro. Del "todo por la patria" he-mos pasado sin sentir al "todo por la competitividad", y ahora va a ser muy difícil rebobinar mentalmente a los ganaderos que pensaban haberse alineado con la modernidad y sus exigencias competitivas. Sólo nos falta que la temporada taurina se venga abajo.

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