Los buenos directivos: retos y competencias
Se acerca el final de año y todo el mundo hace sus balances: qué ha salido bien, qué proyectos no han cuajado, cómo se pueden mejorar los procesos y las operaciones, entre otras cuestiones. Es positivo porque nos sirve para orientar la empresa para los retos del año que viene y establecer prioridades. No es fácil ser un buen directivo. Debe tener una competencia profesional reconocida, ser capaz de asignar recursos, organizar los equipos y afrontar el cambio permanente.
Cae en mis manos el libro Qué hacen los buenos directivos. El reto del siglo XXI, de Jaume Llopis y Joan Enric Ricart, profesores de IESE Business School. Plantean un recorrido histórico de la figura del directivo, cuyas tareas y prioridades han evolucionado en los últimos sesenta años. Peter F. Drucker, en 1954, el directivo es una persona que asume las responsabilidades de los resultados económicos de la compañía. Con este fin, organiza los recursos (industriales o intelectuales) y gestiona la estructura concreta. En la práctica, Drucker considera que la tarea directiva consiste en establecer objetivos, organizar el trabajo, motivar a los empleados, comunicar, medir los resultados y gestionar a las personas. Este conjunto de tareas básicas no ha cambiado de forma sustancial.
Mintzberg, en 1973, se aleja de Drucker. Es el primero que apunta que la gestión no es neutral. Se basa en principios, prioridades y gustos concretos. No todo se puede medir y programar porque las personas se comportan de forma autónoma; son menos predecibles de lo que señalan los estudios de marketing. Como ya hemos citado en otras ocasiones, Mintzberg escribe sobre la función directiva: "en realidad, el trabajo directivo implica adoptar diferentes roles en diferentes situaciones para aportar cierto grado de orden al caos que reina por naturaleza en las organizaciones humanas". Con este fin, el directivo debe adquirir nuevas competencias de forma permanente y orientarse hacia la acción.
John Kotter, en 1982, avanza en el análisis. El autor considera que la tarea directiva pasa por la creación de una agenda para el futuro, que establezca cuáles son las áreas de crecimiento y desarrollo (económico o personal). Una segunda actividad preferente es la creación de una red de trabajo y contactos, que permita la diferenciación y la creación de una ventaja competitiva concreta. Las alianzas pueden ser diferenciadoras en un entorno de creciente competitividad. La dirección, el establecimiento de la misión en el futuro y el liderazgo aparecen ya en la agenda.
Por último Ghosal y Bartlett, en 2000, subrayan el poder de los elementos "blandos" de la compañía. La profesionalización de la actividad directiva, y su educación ejecutiva, tiene que ampliar sus horizontes. No basta con conocer las estrategias, las estructuras del negocio o los sistemas productivos, porque el éxito de un negocio depende también de la capacidad de establecer un propósito, mejorar los procesos y atender a las personas. Antonio Núñez ya apuntaba en la misma línea: la capacidad de formular un propósito, la comunicación de los objetivos y la motivación de las personas del equipo son actividades preferentes del directivo.
El posterior análisis de la experiencia de quince directivos es revelador. Es una obra de lectura amena, recomendable para estas fechas. Además, toca diferentes aspectos, trayectorias profesionales y sectores de actividad económica e industrial. Los profesores se atreven a perfilar qué hace a las personas mejores directivos; son cuatro elementos.
El primero consiste en la capacidad de pensar, imaginar y diseñar un futuro. Hay que ver el flujo de caja de los siguientes cien días, pero también de los próximos diez años. Si no, la miopía puede conducir a la ausencia de innovación y el ensimismamiento. Además de pensarlo, hay que saber comunicarlo al entorno y los empleados. Como vemos, la competencia y la habilidad para hablar, escribir y comunicarse es ya definitiva.
La segunda tarea consiste en la capacidad de adaptarse a los cambios. No existe un modelo de negocio que no se vea irrumpido por la llegada de la competencia, por la consolidación de una nueva tecnología o por la transformación en la demanda de los consumidores. Por eso es fundamental la innovación constante, la apuesta por la calidad y la huida del corto plazo.
En tercer lugar, los buenos directivos sitúan a las personas en el centro de las organizaciones. Son las personas establecen las ventajas competitivas en la era digital. Son ellas quienes lideran la sociedad del conocimiento. Frente al modelo industrial basado en patrones de repetición fordista (el hombre y la máquina), ahora es la innovación, los equipos y la diversidad de las personas lo que puede impulsar una compañía. Por eso debe ser una prioridad para el directivo.
Por último, el buen directivo es aquel que es capaz de integrar sus ideas en un diseño institucional concreto. Las cuatro funciones clave (p.192) son la creación de una estructura descentralizada con líneas de comunicación abiertas de forma permanente, la promoción de una cultura corporativa proclive a los cambios rápidos, la concentración y la validez de las estrategias (no el cambio de rumbo a voluntad del interesado) y la discusión constante de la estrategia corporativa elegida. Son los valores y los principios los que tienen que ser estables y no tanto los procesos o los sistemas.
En síntesis, una buena obra para repensar esos buenos propósitos para 2014. Que les aproveche la lectura.
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