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Breakingviews
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El lado oscuro de la solidez de las finanzas privadas

El saneamiento de los balances de hogares y empresas es un reflejo de las enfermas cuentas públicas

El término “recesión de balance”, acuñado por el economista Richard Koo, de Nomura, cobró relevancia tras la crisis japonesa de los 80 y volvió a aparecer en 2008. Describe un proceso tóxico en el que una crisis lleva a hogares y empresas sobreendeudados a acumular efectivo y pagar sus deudas. Esto hace que gasten menos dinero, lo que no hace más que consolidar la recesión económica.

Hoy, la situación suele ser la contraria. Economías occidentales como Estados Unidos, Alemania y Gran Bretaña parecen haber resistido las crisis de los últimos años en parte gracias a la solidez de las finanzas de empresas y hogares, caracterizadas por un endeudamiento relativamente bajo y unos valores patrimoniales saludables. Podríamos llamarlo ausencia de recesión del balance. Suena muy bien y, sin duda, es preferible al clásico círculo vicioso. Pero disponer de un colchón económico gigante también puede ocultar problemas a largo plazo.

Véanse los aranceles de Donald Trump: apenas han impulsado la inflación, desafiando las expectativas de muchos analistas. Una de las razones es la capacidad financiera de las empresas para absorber los costes adicionales. Esto recuerda al gasto de los hogares durante la oleada inflacionista de 2022 y 2023, y a la ausencia de una recesión inmediata en Reino Unido tras el referéndum del Brexit de 2016. Esta imagen de economías debilitadas pero sorprendentemente resistentes está ahora muy extendida. El crecimiento de la zona euro se ha mantenido moderado pero positivo desde 2022, pese a la guerra en Ucrania y las fuertes alzas de los tipos de interés.

Una de las razones por las que las economías siguen desafiando las predicciones pesimistas es que los analistas prestan muy poca atención a las existencias actuales de activos y pasivos. Los cambios en este ámbito pueden eclipsar otros factores que afectan al PIB. El balance de la economía mundial, definido como el valor total de los activos financieros más los activos reales, como los inmuebles, se cuadruplicó hasta alcanzar los 1,7 billones de dólares entre 2000 y 2024, según un reciente informe del McKinsey Global Institute, alcanzando 15 veces el PIB mundial. El patrimonio neto global, que deduce la deuda, también se multiplicó por cuatro aproximadamente durante ese periodo, pasando de 4,7 veces el PIB a principios de milenio a 5,4 el año pasado.

El auge del mercado bursátil es fundamental en esta historia. Hasta los 90, el valor agregado de las acciones era inferior a la producción anual mundial; hoy en día, es 2,7 veces mayor. En cierto modo, esto es extraño, ya que los precios de las acciones deberían tener una relación indirecta con lo que pueden producir las fábricas, las máquinas, las infraestructuras y la propiedad intelectual de la economía. Pero este llamado capital productivo apenas ha crecido en relación con el PIB desde la década de los 70 y representa menos del 2% de los activos mundiales. El resultado es que ahora hay una estructura financiera mucho mayor apilada sobre la economía real. Esto hace que el crecimiento dependa menos de la inversión de las empresas y sea más sensible a la situación de los hogares ricos. Puede suavizar las fluctuaciones del PIB, si los precios de los activos se mantienen altos, pero la tendencia también siembra problemas para el futuro.

La composición de los balances es clave. Cuando estalló la burbuja puntocom, las consecuencias fueron limitadas porque muy poco del auge había sido impulsado por la deuda. Por contra, la locura de los 2000 hizo que el endeudamiento privado creciera más rápido que los activos, lo que condujo a la recesión de balance de Koo, cuando las familias y las empresas se vieron obligadas a pasar años corrigiendo el desequilibrio. Hoy en día, a primera vista, parece un auge más sólido de los precios de los activos. Las Bolsas se han alejado aún más del PIB, lideradas por los gigantes tecnológicos de EE UU. Pero, a diferencia de la era puntocom, los márgenes de beneficio de las empresas se mantienen cerca de máximos históricos y las ganancias de capital han venido acompañadas de reservas de efectivo mucho mayores. Y, a diferencia de la locura anterior a 2008, la deuda neta de las empresas en relación con el PIB ha caído drásticamente.

Un reflejo inquietante

Aquí está el problema: estos más saneados balances de las empresas y los hogares son simplemente el reflejo de los balances enfermos de los Gobiernos. Desde 2008, los ministerios de Hacienda tienden a registrar déficits presupuestarios mucho mayores, especialmente en Francia, Gran Bretaña y EE UU. Esto significa que el Estado está inyectando dinero en la economía privada cada año. Uno de los temores es que todo esto termine abruptamente si los Gobiernos optan de repente por la austeridad, tal vez impulsados por la huida de los inversores en bonos soberanos. O, como argumenta Jan Mischke, de McKinsey, los bancos centrales podrían tener que tolerar una mayor inflación para proteger la estabilidad financiera. Sea cual sea el mecanismo, parece razonable temer una corrección en algún momento, con el S&P 500 cotizando a múltiplos de precio-beneficio futuros cercanos al pico de las puntocom.

El contraargumento es que las valoraciones de los activos llevan años estando altas y podrían seguir estándolo. Además, el patrimonio neto de los hogares ha crecido tanto que podría soportar cierto daño. Incluso si las acciones cayeran un 50% y los inmuebles un 30%, las familias de EE UU y la zona euro seguirían teniendo seis y siete veces más activos que pasivos, respectivamente, calculamos, lo cual es muy alto en comparación con la historia reciente.

El verdadero problema de los grandes balances es que fomentan la complacencia política. Podría decirse que la ausencia de una recesión pos-Brexit allanó el camino para un divorcio comercial más duro con la UE. Hace menos tiempo, una economía languideciente pero en general estable ha permitido a los sucesivos Gobiernos británicos, incluido el actual, seguir adelante sin una visión clara de cómo resolver los acuciantes problemas del país. Entre ellos, la baja productividad, unas exportaciones de bienes en declive, el acceso restringido a la UE para el próspero sector de los servicios y la dependencia del gas extranjero para la energía.

En Alemania, las automovilísticas y otras firmas industriales afrontan una amenaza existencial por el último impulso a las exportaciones de China. La producción industrial no se ha recuperado, ni siquiera en sectores intensivos en energía como el químico, que debería de haber vivido un respiro reciente gracias a unos precios más bajos de la energía en comparación con 2022 y 2023. En cambio, BASF está cerrando plantas y puede que nunca las vuelva a abrir. Friedrich Merz tiene una agenda de reformas, pero su política industrial carece de alcance. Probablemente, se deba en parte a que los sólidos balances de las empresas han atenuado el daño de las recientes turbulencias económicas, y eso incluye reducir la necesidad de despidos. El paro está en la mitad de lo que estaba durante las duras reformas estructurales de Alemania en los 2000, por ejemplo.

Asimismo, los aranceles de Trump a las materias primas y las piezas pueden estar remodelando la industria de EE UU de forma perjudicial, elevando los costes para los fabricantes, incluso cuando la economía en general sigue expandiéndose deprisa. Las autoridades suelen equiparar el éxito con eludir una recesión. Pero en una no recesión pueden agravarse muchos problemas.

Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Carlos Gómez Abajo, es responsabilidad de CincoDías

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