Cómo evitar que las normas fiscales arbitrarias perjudiquen el crecimiento
Incluso el mercado de bonos prefiere que la política económica sea una visión coherente en lugar de una hoja de cálculo de Excel

Los objetivos fiscales suelen parecer sensatos sobre el papel. La dificultad surge cuando la gestión presupuestaria responsable pasa a un segundo plano ante los caprichos de una camisa de fuerza arbitraria. El Reino Unido, cuya ministra de Finanzas, Rachel Reeves, presentará un presupuesto clave el 26 de noviembre, es un ejemplo paradigmático de los escollos que esto conlleva. Sin embargo, es posible mejorar las normas fiscales.
Entre el cambio de siglo y 2024, el número de países que adoptaron objetivos numéricos para controlar sus propios gastos se duplicó hasta alcanzar los 122, según el Fondo Monetario Internacional (FMI). También están aumentando los organismos de supervisión independientes, como la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria (OBR) del Reino Unido. Limitar a los políticos derrochadores, para que no enfaden a los mercados de bonos, tiene un claro atractivo: en 2022, la entonces primera ministra del Reino Unido, Liz Truss, eludió inicialmente a la OBR al anunciar recortes fiscales por valor de 45.000 millones de libras, lo que llevó a los inversores a deshacerse de la libra esterlina y los bonos del Estado.
El análisis de las evidencias, incluido uno realizado en 2024 por Thomas Brändle y Marc Elsener, concluyen que las normas fiscales logran frenar el gasto. Sin embargo, deben ser flexibles durante las recesiones: el FMI estima que la mitad de los países superaron los límites de déficit entre 2004 y 2021. De ahí que se recurra a soluciones alternativas, como las denominadas cláusulas de escape, los periodos de cumplimiento diferido y los indicadores que permiten ajustes en función del ciclo económico.
La clave está en los detalles. Tomemos como ejemplo la primera de las dos normas fiscales clave del Reino Unido, según la cual Reeves debe mantener los ingresos fiscales por encima del gasto diario. El objetivo no se refiere a la realidad financiera actual, sino a las previsiones económicas de la OBR para los próximos años. Esto significa que la política fiscal, y por lo tanto los mercados de bonos, se ven afectados por cambios en expectativas inherentemente inciertas, en lugar de reaccionar a lo que realmente se acumula en las arcas del Gobierno. De hecho, Reeves se encuentra ahora bajo presión ante la presentación de su presupuesto en noviembre. Es probable que la OBR rebaje las previsiones de crecimiento de la productividad del Reino Unido, lo que implicaría una expansión más lenta de la economía y afectaría a los ingresos fiscales futuros. Para seguir cumpliendo con la primera regla fiscal, Reeves podría verse obligada a recortar el gasto en decenas de miles de millones de libras. Esto parece extraño, dada la escasa precisión de las previsiones económicas en general, de la que la OBR no es una excepción. Evaluar la productividad futura, además, es especialmente complicado.
Y todo ello es secundario en comparación con la verdadera preocupación de los inversores en bonos por el déficit de gasto diario del Reino Unido, que se mantiene en casi el 2% del PIB, lo que se explica por un aumento de los gastos derivado del envejecimiento de la población. El gasto en pensiones supone ahora el 4,9% del PIB, frente al 3,5% en el año 2000. Los temores son un poco exagerados: las prestaciones sociales son estables en general, y gran parte del aumento del gasto corriente desde 2019 se explica por el aumento de los tipos de interés, que ha elevado los costes del servicio de la deuda. Sin embargo, el Gobierno ha dañado su credibilidad al negarse a subir los impuestos sobre la renta y retrasar la reforma de fuentes de ingresos ineficientes, como el impuesto sobre el timbre (una especie de IAJ a la británica). En su lugar, Reeves ha recurrido a una serie de medidas distorsionadoras, como el aumento de las aportaciones a seguridad social, que pueden ayudar a cumplir los objetivos, pero que no siempre tienen sentido desde el punto de vista económico.
En otros aspectos, las normas pueden seguir siendo demasiado estrictas. Tomemos como ejemplo la Unión Europea, cuyo marco presupuestario del Pacto de Estabilidad y Crecimiento no suele eximir la deuda utilizada para gastos de capital, a pesar de que los inversores en bonos suelen acoger con satisfacción este tipo de préstamos. Excluir los déficits relacionados con la inversión hace que la situación fiscal de Italia parezca más sólida, por ejemplo. Incluso el Reino Unido, que lleva mucho tiempo aplicando una regla de oro de equilibrar solo el gasto corriente, limita las inversiones que impulsan el crecimiento mediante una segunda regla que insta a reducir la deuda en relación con el PIB.
Está demostrado que los objetivos fiscales pueden no ser los principales responsables del descenso de la inversión pública en Occidente desde la década de 1980. Pero siguen limitando medidas ambiciosas, como el plan de inversión en energía verde de 28.000 millones de libras que el Partido Laborista británico descartó antes de las elecciones. Lo trágico es que reducir la deuda como porcentaje del PIB puede que ni siquiera merezca la pena, ya que esa cifra no se correlaciona bien con los costes de financiación.
La reciente revisión de las normas fiscales llevada a cabo por Reeves va en la dirección correcta, ya que acorta el horizonte de cumplimiento y redefine la deuda al compensar los pasivos con los activos financieros del Estado. Esta medida le ha permitido mantener la inversión neta del sector público cerca del 2,5% del PIB. Sin embargo, los activos físicos, como las infraestructuras, siguen excluidos.
Sería aún mejor eliminar todos los límites al gasto de capital y exigir que los gastos corrientes se ajustaran aproximadamente a los ingresos fiscales en el plazo de un año. La experiencia de Gran Bretaña antes de 1980 sugiere que el dividendo de productividad de una inversión pública más cercana al 4% del PIB sería considerable y podría facilitar el equilibrio del presupuesto actual con el tiempo. Organismos independientes como la OBR podrían garantizar que los funcionarios no disfrazaran el gasto actual como inversión y orientar una tercera “reserva anticíclica” para que, en lugar de suspender las normas durante las recesiones, los recortes fiscales temporales y los estímulos pudieran compensarlas.
Incluso si nunca adopta ese marco, Reeves debería centrarse en separar las estrategias de crecimiento de la necesidad de financiar el Estado del bienestar, al tiempo que resta importancia a los objetivos numéricos rígidos. Como dice Dean Turner, economista de UBS Wealth Management: “Es justo tener normas, pero también que el Gobierno las discuta”. Incluso el mercado de bonos prefiere que la política económica sea una visión coherente en lugar de una hoja de cálculo de Excel.
Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Pierre Lomba Leblanc, es responsabilidad de CincoDías.
