Impuestos energéticos del Gobierno: ¿demagogia o ignorancia?
El tributo sobre el valor de la producción lo acaban pagando los consumidores

A lo largo del pasado mes de diciembre, la fiscalidad en el sector energético volvió a ocupar los titulares de la prensa a raíz de las problemáticas negociaciones del Gobierno con sus socios parlamentarios acerca de la supresión o permanencia de dos gravámenes que ya empiezan a ser conocidos por los ciudadanos españoles.
Uno de los gravámenes a debate es el “impuesto sobre el valor de la producción de la energía eléctrica”, también conocido como “impuesto del 7%” por aplicar dicho tipo sobre los ingresos de todas las instalaciones de generación de electricidad. Es un gravamen que, en ocasiones, se ha defendido como un impuesto medioambiental, pero que, en realidad, es puramente recaudatorio, ya que grava por igual la producción de todas las centrales, tanto las que contaminan como las que no.
Aunque este impuesto se aplica formalmente a los titulares de las instalaciones de generación, es un hecho reconocido y aceptado que estos lo repercuten íntegramente en sus ofertas al mercado de generación. Es por ello que el Gobierno lo suspendió durante la crisis energética, precisamente para reducir el precio del mercado. El resultado es que el impuesto incrementa el precio de la electricidad, y el sobrecoste lo acaban pagando íntegramente los consumidores. Es decir, no es un impuesto sobre los generadores, sino sobre los consumidores.
El otro impuesto es el “gravamen temporal energético”, que la Ley 38/2022 denomina como “prestación patrimonial”, y que grava al 1,2% los ingresos (no los beneficios) de los principales operadores energéticos. La Ley exime de este gravamen a los operadores de menor tamaño, así como los ingresos que proceden de actividades reguladas (como el transporte y la distribución de gas y electricidad). También prohíbe expresamente que su importe sea repercutido “directa o indirectamente” a los consumidores.
El problema es que, aunque los operadores no lo repercutan, como este gravamen es proporcional a sus ventas, altera sus estructuras de costes variables y afecta a sus decisiones, de modo que el precio en el mercado de generación se ve incrementado prácticamente por el importe íntegro del gravamen. Por ello, este también es un impuesto que acaban pagando los consumidores.
Es decir, tanto el “impuesto del 7%” como el “gravamen temporal energético” del 1,2% se traducen en un incremento en las facturas de los consumidores. Por ello, el hecho de que el Gobierno –y otros partidos– los defiendan como impuestos a las empresas eléctricas, en lugar de presentarlos como lo que realmente son (impuestos sobre los consumidores), solo puede ser fruto de la demagogia o, lo que sería quizás peor, de la ignorancia.
Evidentemente, esto no significa que no se deban aplicar impuestos, sino que estos se deben diseñar de manera que minimicen las distorsiones que provocan, porque eso es lo que reduce el impacto sobre los consumidores. Por ejemplo, los impuestos mencionados se aplican sobre la producción eléctrica nacional, no sobre las importaciones. Esto hace que, en ocasiones, estemos importando electricidad de nuestros países vecinos que se podría producir con un menor coste usando centrales ubicadas en España, pero estas no funcionan porque los impuestos hacen que no sean competitivas. Este efecto se evitaría si el Gobierno aplicara los impuestos directamente sobre las facturas de los consumidores, en lugar de presentarlos como si fueran impuestos que recaen sobre las empresas energéticas.
Las medidas fiscales que se deben aplicar en el sector energético para maximizar el bienestar de los españoles no deberían ser un misterio para el Ejecutivo. En 2017, el Gobierno encargó a un Grupo de Expertos la elaboración de un informe con propuestas para abordar la transición energética al menor coste para los ciudadanos. El informe fue aprobado por 11 votos a favor, 3 abstenciones y ni un solo voto en contra, reflejando el consenso que existe entre los técnicos sobre cómo avanzar en la lucha contra el cambio climático en nuestro país.
Entre las propuestas se incluía una reforma fiscal en la que se recomendaba suprimir aquellos impuestos del sector energético cuyo único objetivo es “recaudar” por impuestos que reflejen el coste del daño ocasionado por las emisiones de gases contaminantes y partículas sólidas a la atmósfera. La única excepción sería el IVA, en la medida en que es necesario para satisfacer las necesidades de la Hacienda pública y es el impuesto que provoca las menores distorsiones, ya que no altera los precios relativos ni perjudica la competitividad internacional de las empresas.
El resultado de las propuestas del Grupo de Expertos implica, por ejemplo, que la fiscalidad del diésel debe incrementarse respecto de los niveles actuales. Sin embargo, diversos partidos (incluyendo algunos que dicen defender que “quien contamina, debe pagar”) se han opuesto, argumentando que perjudicaría a colectivos vulnerables. Pero este problema puede resolverse fácilmente eximiendo a los profesionales del transporte y diseñando un bono social único que cubra todas las necesidades energéticas de los consumidores domésticos con rentas bajas. Por ello, parece más bien que la oposición de esos partidos responde a otros intereses.
Dado el consenso alcanzado en el seno del Grupo de Expertos, el Gobierno y sus socios no pueden alegar desconocimiento sobre cómo diseñar la fiscalidad energética. Eso significa que la estrategia del Gobierno de presentar estos impuestos como tributos que gravan los “altos beneficios” de las empresas no son sino demagogia para presentarse como defensores de los intereses de los consumidores cuando, en realidad, lo que hacen es incrementarles los impuestos que pagan de manera indirecta.
Óscar Arnedillo Blanco y Jorge Sanz Oliva son director gerente sénior / director de Nera