Europa vuelve a llegar tarde al rearme industrial
La UE prepara apresurados estímulos para retener a las grandes empresas, vulnerando sin rubor la prohibición de las ayudas de Estado
Decíamos ayer que Europa es poca cosa para alcanzar por sus propios medios la soberanía industrial y tecnológica que demanda un escenario geopolítico de bloques y un repliegue de la globalización iniciado hace ya un par de lustros y que amenaza con un ciclo prolongado de proteccionismo nada disimulado. El viejo continente ha tardado en entender que las reglas de juego económico han cambiado y que los players van por libre, haciendo abstracción a amistades o conflictos de otra naturaleza.
Legalista hasta autolesionarse, Europa ha admitido tarde que la competición no es solo militar contra los nuevos zares rusos y económica frente a Asia, sino que tiene un componente económico muy agresivo y es también frente a su socio atlántico norteamericano. Enredada en una defensa de los valores democráticos en el continente y en la integridad territorial de los países soberanos, más pendiente del viento helado que viene del este que del atlántico, ha reaccionado tarde a las iniciativas proteccionistas norteamericanas.
Los líderes europeos censuraron las decisiones nacionalistas de Donald Trump, fueren políticas o económicas, que de ambas había, y dieron la bienvenida a un cambio de tono de la nueva administración americana, sin reparar, o reparando demasiado tarde, que en materia económica e industrial Biden solo era un apéndice más diplomático del America primero que había agitado el estatus económico mundial media docena de años atrás.
El repliegue industrial de Estados Unidos, iniciado como una respuesta a los desequilibrios generados por la globalización, que primero habían trastornado a los británicos hasta enloquecer con su particular Brexit y a muchos países europeos con la aparición de peligrosas bolsas de populismo de diverso signo, es un hecho desde hace unos cuantos años. Se inició con la repatriación masiva de dividendos embolsados por las multinacionales (una especie de amnistía fiscal que recapitalizaba el país y liberaba a las grandes corporaciones americanas), y culmina con un paquete de subvenciones de cerca de 400.000 millones de dólares a las empresas que relocalicen su producción en suelo americano para absorber el retraso que el país tiene en la transición económica verde, con el eufemístico nombre de Ley de Reducción de la Inflación.
En Bruselas ya se había puesto en marcha un vasto programa de ayudas a los Estados miembros de la Unión para readaptar los modelos productivos hacia una industria más resiliente, y equilibrar unas economías eminentemente concentradas en los servicios, tuviesen valor añadido o no. De una renuncia histórica a las manufacturas, con las únicas excepciones de Alemania, Francia y el norte de Italia, se pasaba, por circunstancias sobrevenidas, a tratar de recuperar la soberanía perdida en materia sanitaria, industrial, tecnológica y de defensa, tras comprobar la desnudez en que se encontraban las naciones cuando la pandemia las sometió a un inesperado y severo test de estrés.
La Unión ha dado plena libertad a los Gobiernos de cada país para enfocar el destino de los dineros, en cantidades muy importantes y a fondo perdido una parte y a precio político otra, siempre que reforzasen industrialmente sus economías, culminasen la transformación energética y cerrasen el círculo de la digitalización, en el que Europa caminaba a velocidades muy diversas. La particular gobernanza europea, con tomas de decisiones lentas primero y ejecución capilar muy burocratizada después en cada país, ha impedido que se visibilice un cambio radical en las economías. Entre tanto, Estados Unidos ha puesto en marcha su musculatura financiera centralizada para seducir con rapidez a las grandes empresas, hasta el punto de que muchas nativas europeas han levado anclas hacia América.
La alarma la ha desatado Volkswagen, que ha reconocido estudiar seriamente llevar allí su nueva planta de batería para automóviles, en vez de localizarla en el este europeo, donde además de disponer de ayudas mucho más parcas, tiene un riesgo geopolítico a unos cuantos kilómetros sin resolución a la vista. Pero unas pocas grandes empresas energéticas, algunas de ellas españolas, habían decidido ya en los meses pasados apostar por los estímulos norteamericanos. La lista de proyectos de última hora es abundante, con al menos una decena de empresas tecnológicas, automovilísticas y energéticas para las que no existe más patria que la que facilite los negocios a coste razonable.
Europa prepara, deprisa y corriendo, un antídoto financiero que neutralice la deslocalización. Lo hace en cantidad más modesta que los americanos y deja en manos de los Gobiernos la administración de subvenciones que compensen El Dorado americano. Y lo hace quebrantando la sacrosanta limitación de las ayudas de Estado en la Unión, un pilar de la defensa de la competencia que tiene sentido en una unión imperfecta de 26 países y 26 intereses diferentes, pero suya invocación puede ser contraproducente si se compite con un gigante como el americano.
Pero choca otra vez con la gobernanza mal resuelta, los distintos modos de entender el funcionamiento de la economía y las burocracias nacionalistas. La urgencia llega cuando los países tienen que afrontar niveles de endeudamiento muy peligrosos, en plena escalada de los tipos de interés y con renovadas amenazas de sanciones y censuras de Bruselas si rompen, que se romperán, las costuras fiscales. El peor escenario para Europa y para España.
José Antonio Vega es periodista
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