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En colaboración conLa Ley
Justicia
Tribuna
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En justicia no todo es eficiencia, también calidad

Una peor calidad de las resoluciones provoca un mayor número de recursos, una mayor insatisfacción para el afectado y una necesidad general de inversión de costes económicos

La negativa implícita de los poderes públicos a incrementar la inversión en justicia (alrededor de un 0,32% PIB) y la necesidad real de reorganizar su estructura han conducido al legislador español a utilizar en todas sus últimas leyes (Real Decreto-ley 6/2023, LO 1/2025) una palabra que podríamos ya calificar de casi fetiche: eficiencia.

La eficiencia -vaya por delante- es algo positivo, muy positivo. Porque los funcionarios y autoridades tendemos a pensar que el dinero público es consumible sin control, que no pasa nada porque el próximo año se incremente la partida presupuestaria o se eleven los impuestos. Y esto es un error. El presupuesto debe ser ejecutado con el máximo respeto al contribuyente, en lo que justamente sea necesario. Y eso, exactamente, es la eficiencia: hacer más con lo mismo para gastar menos.

Introducir la palabra eficiencia en la lógica comprensiva colectiva de la Administración de Justicia es algo mucho más revolucionario de lo que cualquiera pueda pensar. Y precisamente por ello las medidas de eficiencia digital u organizativa requerirán de varios años para que finalmente podamos comprobar los efectos. La resistencia cultural está presente y no será fácil superar las barreras que ya mismo se sitúan desde las trincheras burocráticas.

Ahora bien, con todo, la eficiencia no es la máxima última que deba alcanzar la justicia. No es así. La eficiencia es una métrica operativa en la forma de organizar y hacer funcionar los tribunales. Es algo instrumental. Lo que el ciudadano quiere es un resultado, normalmente una sentencia, y a ser posible -y debe serlo- una de calidad.

La calidad de las resoluciones judiciales es algo que inevitablemente se ve perjudicado cuando el juez o magistrado español pasa de dictar 200 sentencias al año a dictar 400. De nuevo el problema de los medios y las necesidades. Y esto no es razonable porque una peor calidad de las resoluciones (por ejemplo, en pleitos de naturaleza masiva) provoca un mayor número de recursos, una mayor insatisfacción para el afectado y una necesidad general de inversión de costes económicos.

¿Cómo se consigue una mayor calidad en el ámbito decisional? Fundamentalmente con dos requisitos: uno, un incremento del ratio juez/ciudadano, imprescindible si deseamos que el nivel de saturación de la tramitación no pase a la decisión sin más, como un simple traslado del cuello de botella; y, dos, con una mejor especialización -especialización, no concentración- de quienes deben dictar las resoluciones, de tal modo que el juez o magistrado conozca singularmente de un determinado tipo de asuntos y no de otros, ampliando su conocimiento particular y agilizando con ello, además, el margen para el dictado de las decisiones.

La calidad es necesaria. Primero porque los ciudadanos tenemos derecho a ella. El derecho a una resolución fundada en Derecho no se puede dar por cumplido con resoluciones estereotipadas y repetitivas, propias de algo que nada tiene que ver con la justicia. Y, segundo, porque la justicia debe alcanzar su propósito más elemental -la pacificación de la controversia subyacente- preferentemente en la instancia, sin que sea preciso escalar otros grados de jurisdicción salvo en aquellos casos en que resulte realmente dudosa la contestación ofrecida por el primer tribunal.

En estos meses todos hablamos de eficiencia pero también debemos hablar de calidad. Porque la primera sirve a la segunda y sin la segunda que viene después de la primera la justicia puede ser justicia, pero será una mala justicia y, con ello, también -y no es un juego de palabras- una justicia ineficiente. Todo es un todo.

La justicia no puede medirse sólo en plazos, sino en verdad y convicción.

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