La precariedad laboral de los jóvenes, un problema para todos
La desigualdad salarial de la población más vulnerable influye en las decisiones y toma de riesgos de cara al futuro
La precariedad laboral no es una característica exclusiva del mercado de trabajo español. El aumento reciente del peso de contratos de pocas horas o de bajos salarios ha sido común a prácticamente todos los países de nuestro entorno. Sin embargo, después de cuarenta años de, en parte, una regulación disfuncional y de reformas con variedad de resultados, se ha dotado a dicho aumento de una impronta particular e idiosincrásica que afecta de forma lesiva a nuestros trabajadores y concretamente a ciertos grupos frente a otros.
En un trabajo en curso y cuyos primeros resultados fueron presentados en el informe Desigualdad y Pacto Social de la Fundación La Caixa, analizaba la evolución de la desigualdad salarial en España desde 2010 hasta 2018. Para ello, aprovechaba tres olas de la Encuesta de Estructura Salarial para comprender cómo y por qué cambiaba la desigualdad en los salarios. Y los resultados, aunque no por esperados, fueron menos relevantes.
Lo primero que se podría decir es que la desigualdad salarial, que suele ser contracíclica, habría aumentado durante buena parte de este periodo. Dicho aumento no vendría de una mayor dispersión en el pago por horas de los trabajadores (el sueldo) sino por un aumento de la dispersión en las horas trabajadas al año (composición). La razón principal sería una caída en la intensidad laboral –horas trabajadas al año–, particularmente en el grupo de trabajadores que ya se encontraban en la parte baja de la distribución de salarios. Así, la desigualdad aumentaba por una caída en los ingresos salariales de los que menos ganaban en comparación con una evolución contraria para los que más ganaban. Por un aumento de la precarización.
En cuanto a la población especialmente damnificada por dicho aumento de la desigualdad encontraba que eran particularmente en los jóvenes, las mujeres y los trabajadores con bajo nivel de educación donde más aumentaba la desigualdad. A ello habría que sumar que también, para estos grupos, los salarios medios crecieron menos que el de aquellos que más ganaban.
Deteniéndome en los jóvenes, la gráfica de la derecha muestra cómo éstos experimentaron durante la pasada década una caída de los salarios medios, algo que no sucedió para los trabajadores con mayor edad. Además, como he adelantado, esta caída iba acompañada de una subida de la desigualdad salarial. Dadas las razones antes mencionadas, el aumento de la precarización, intenso entre los más jóvenes, elevó tanto su brecha salarial comparado con los trabajadores más mayores, pero además elevó la desigualdad salarial entre ellos, aumentando así, además, la incertidumbre laboral y de ingresos a los que se enfrentaban.
Esta última afirmación me lleva a la segunda parte de la columna de hoy que pretende valorar los posibles efectos que esta mayor incertidumbre o riesgo de ingresos puede provocar. El pasado martes tuvimos el honor y el placer de recibir al profesor Manuel Arellano en mi universidad, invitado por el decanato de la Facultad de Ciencias Empresariales. El profesor Arellano nos trajo un trabajo con los economistas Stéphane Bonhomme, Laura Hospido, Micole de Vera y Siqi Wei. En ese trabajo, los autores analizan el riesgo de ingresos, o riesgo salarial, es decir, la asunción de incertidumbre de ingresos por parte de los trabajadores ante el futuro cercano. Entre sus principales resultados encontraban que dicho riesgo aumenta en recesión y disminuye en expansiones. Además, encuentran que este riesgo es mayor para trabajadores jóvenes, también los menos educados y las mujeres.
Conjugando ambas líneas de resultados, lo que resulta evidente es que con la Gran Recesión inauguramos un periodo en el cual la desigualdad de ingresos y de riesgos perjudicó especialmente a determinados grupos de trabajadores, en particular los jóvenes, y de forma más intensa que en periodos anteriores. La mayor incertidumbre laboral y de ingresos generaría tensiones entre quienes conforman dichos grupos de población y que finalmente toman decisiones que afectan a la sociedad en su conjunto. Entre estas decisiones, podemos destacar la inversión en educación dentro y fuera de las empresas, de ahorro e incluso la de tener hijos, todas ellas profundamente condicionadas por estos riesgos.
¿Hay razones para pensar que esto cambiará a bien? Las hay, como también las hay en contra. Nunca me cansaré de decir que la reciente reforma laboral puede ayudar a reducir dicha incertidumbre, por lo que sus efectos pueden ir más allá, mucho más allá, de las meras variables laborales. Pero, sin embargo, otros factores pueden intensificar el proceso. Los avances tecnológicos, que no se detienen, siguen siendo profundamente polarizadores. Parte de nuestra juventud no tiene ni los conocimientos, ni las capacidades ni habilidades suficientes para afrontar los nuevos retos que se nos plantean. La economía española hace lustros que no muestra signos de mejorar su eficiencia. A esto, añadamos decisiones de política que no dejan de garantizar ingresos futuros para los que ya afrontan un cierre honroso de vidas laborales y naturales mientras mitigan escasamente los riesgos en ingresos de quienes tienen que tomar las decisiones por las que un día seremos una cosa u otra.
En definitiva, la década previa a la pandemia no fue la mejor en cuanto a la evolución de ciertos parámetros laborales. Si creemos que esto afecta y se queda contenido en los márgenes del mercado de trabajo o de ciertos grupos de población, es que somos ilusos. En particular, si estos costes recaen en un solo grupo poblacional responsable de aquello que seremos en dos o tres décadas.
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