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Análisis
Tribuna
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Cómo los impuestos a la banca empeoran los problemas

Más que cobrar más tributos a las entidades, lo mejor es evitar que quiebren y, si lo hacen, que no tengan que ser rescatadas

euros
Billetes de euros.Pakin Songmor (Getty Images)

Solo unos días después de haber intentado imponer un impuesto a la banca, el Gobierno italiano dio marcha atrás a la idea tras fuertes caídas en Bolsa. No fuese a ser que lo que se pudiese recaudar con el impuesto fuese una minucia comparado con el coste de rescatar a algún banco. Los impuestos a la banca son muy golosos para los políticos porque dan la apariencia de firmeza, pero no solo no solucionan, sino que empeoran los problemas.

Maquiavelo ya lo explicó hace 500 años: “A la gran mayoría de la humanidad le satisfacen las apariencias y las tratan como si fuesen realidades. La gente se ve frecuentemente más influenciada por las cosas que “parecen” que por las cosas que “son”.

En España existen 900.000 millones de euros garantizados por el Fondo de Garantía de Depósitos (FGD). Pero los activos del FGD son poco más de 7.000 millones de euros. Al ritmo actual de aportaciones, le llevaría al FGD 595 años tener los fondos suficientes para hacer frente a los depósitos. Un impuesto que doble las aportaciones actuales implicaría distorsiones graves y aun así requeriría de un par de siglos para cubrir los depósitos. Ese es el orden de magnitud.

El problema con la banca no es que haya que cobrarle más impuestos para crear un colchoncito con el que rescatarla cuando quiebre. El problema es que hay que evitar que quiebre y, de hacerlo, que no haya que rescatarla. El problema no es que la banca haya ganado mucho dinero con el dinero gratis que los bancos centrales han dilapidado. El problema es que el BCE ha impreso 24 toneladas de billetes al día, cada día, desde hace 16 años. La cantidad de billetes es de tal magnitud que equivale a todas las estrellas de la Vía Láctea. Increíble, pero cierto.

Y es que la palabra “millón” ya ha dejado de tener el significado histórico de riqueza sin límites. Ahora hace falta hablar de “billones” e incluso “trillones”. Pero el orden de magnitud de la diferencia entre estos términos es realmente notable. Un millón de segundos equivalen a 12 días, mientras que un billón de segundos representan 32 años.

A la banca hay que rescatarla porque funciona con un sistema de reserva fraccional creando dinero de la nada. El dinero que los depositantes piensan que tienen no existe como tal si todos decidieran retirarlo a la vez, ya que se ha multiplicado como los proverbiales panes y peces a través de préstamos. En caso de problemas, hay que rescatar a la entidad de turno porque ningún Gobierno quiere tener a masas enfurecidas de depositantes intentando retirar unos depósitos que, sencillamente, no existen.

Pero este sistema no ha sido el predominante a lo largo de miles de años de historia financiera. De hecho, es una excepción relativamente moderna (empezó a desarrollarse de 1300 a 1600). El Código de Hammurabi, del 1775 a. C., ya consagraba las reglas de la banca y la Ley 120 constituye un requisito de reserva del 100% para los depositantes. Asimismo, en la Antigua Grecia los templos de Apolo y Artemisa mantenían reservas del 100%. Aristóteles ya distinguió entre un préstamo y un depósito indicando que los bancos de reserva fraccional ponen en riesgo la propiedad de los depositantes y el Digesto de Justiniano (hacia el año 530 d. C.) tilda de robo el uso de los depósitos.

Más recientemente, el Banco de Áms­terdam (fundado en 1609) mantuvo un coe­ficiente de reservas del 100% hasta 1770 convirtiendo a Holanda en el centro del comercio mundial. El auge de Venecia coincidió, asimismo, con la creación del Banco de Venecia con reserva del 100%, un sistema del que fueron grandes defensores John Adams y Thomas Jefferson además de, entre otros muchos, los economistas de las escuela austriaca Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y Murray Rothbard.

Los emperadores chinos imprimieron un mensaje en los billetes durante la dinastía Ming: “Este billete equivale a una moneda. Los falsificadores serán decapitados. A los denunciantes se les recompensará con 250 liang de plata y todas las propiedades del criminal”. Ese sí parece un mensaje lo suficientemente explícito. Por el contrario, en los tiempos actuales el dólar americano solo tiene el mensaje de “Confiamos en Dios”, mientras que en los billetes de euro no hay absolutamente nada escrito más allá de “M. Draghi” o “C. Lagarde” quienes, en principio, deberían, digo yo, inspirar un nivel de confianza un pelín por debajo del Todopoderoso.

Así que armados con un ejército ilimitado de ordenadores capaces de crear dinero con apretar una tecla el sistema financiero ha cambiado de forma radical desde el mismo momento en que el modo de pago comúnmente aceptado mutó de una unidad de peso a un nombre. La libra esterlina empezó siendo precisamente eso. Una libra (450 g) de plata. Asimismo, el dólar comenzó siendo una onza de plata acuñada en el siglo XVI por el conde Schlick en Joachimsthal (actual Bohemia). Las monedas eran de tan buena calidad que se conocieron popularmente como Joachimsthalers un nombre muy difícil de pronunciar que se abrevió a thaler y posteriormente a dollar. Los aficionados del Betis, con la fantástica gracia andaluza que les caracteriza, hicieron lo mismo cuando, siendo imposible para ellos la pronunciación de su jugador Faruk Hadzibegic en los años ochenta, lo rebautizaron como Pepe.

En ¿Qué ha hecho el Gobierno con nuestro dinero? (publicado en 1963), Murray Roth­bard explica el proceso a través del cual el Gobierno se atribuye el monopolio de la producción del dinero reemplazando el dinero de verdad por un sistema fiat con el que comienza un sistema de falsificación legalizada: “El Estado podrá aumentar su patrimonio (a través de la creación de dinero) sin la oposición que conllevan los aumentos de impuestos. El Estado ha aprendido esta lección desde que los antiguos reyes empezaron a depreciar las monedas… las pérdidas que eso impone a la sociedad permanecen ocultas para un observador inexperto… la inflación es, evidentemente, solo otro nombre para la falsificación”.

La propuesta realmente efectiva (no la de subir impuestos) ya la hizo Cicerón hace más de 2.000 años: “El presupuesto debe ser equilibrado, la deuda pública debe ser disminuida, la arrogancia de los funcionarios públicos deber ser moderada y controlada para que Roma no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender nuevamente a trabajar en lugar de vivir a costa del Estado”.


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