Política exterior, ¿para qué?
La nueva Estrategia de Acción Exterior del Gobierno pinta bien, pero resta por ver su aplicabilidad en la práctica
El pasado 27 de abril el Consejo de Ministros aprobó la nueva Estrategia de Acción Exterior, documento que prevé las líneas generales de la política exterior del país para el período 2021-2024. Este tipo de documento de planificación estratégica, todavía relativamente novedoso en el caso de España (sus orígenes se sitúan en la Ley 2/2014 de Acción y Servicio Exterior del Estado), ha de servir para identificar los rasgos más relevantes de la evolución reciente de la sociedad internacional, establecer las prioridades y los objetivos de la acción exterior del Estado y proyectar la creación y actualización de los instrumentos para su desarrollo. A su vez, la estrategia se incardina con otros documentos similares referidos a aspectos sectoriales de la proyección exterior, como el Plan Director de Cooperación al Desarrollo, la Estrategia de Seguridad Nacional o los diversos planes de proyección regional aprobados en los últimos años.
Si a la estrategia precedente, aprobada por el Gobierno de Mariano Rajoy en 2015, se le reprochó su excesiva extensión y su multiplicidad de objetivos, que hacían prácticamente imposible su realización efectiva, el nuevo documento propone un esquema simplificado en torno a cuatro ejes sustantivos que han de permear transversalmente la política exterior, a saber: (1) derechos humanos, democracia, seguridad, feminismo y diversidad; (2) economía y sociedad global integrada, justa y equitativa; (3) planeta más sostenible, resiliente, habitable y verde; (4) integración regional y multilateralismo reforzados. Todas las consideraciones en torno a escenarios regionales o instrumentos para la acción exterior se articulan en torno a estas cuatro ideas. El documento incorpora, además, innovaciones como la propuesta de nuevas estrategias específicas para la política exterior feminista y la diplomacia humanitaria, todo ello desde la concepción de la economía de mercado como marco natural para las relaciones humanas.
La elaboración de un documento de esta naturaleza supone una excelente oportunidad para plantearse una pregunta que rara vez es explicitada y en relación con la cual existe el riesgo de actuar como si todos conociéramos la respuesta de antemano, cuando con frecuencia lo que sucede es que no nos hemos parado a pensar suficientemente en ello. La pregunta es ¿para qué sirve la política exterior? Y la infinidad de respuestas posibles puede disponerse en un arco que transite desde la sacralización de unos supuestos intereses nacionales, cuya defensa sería irrenunciable al margen del modo en que afecten a otros actores de la sociedad internacional (la seguridad, incluyendo la militar; el bienestar económico y la propia soberanía), hasta la priorización, en sentido opuesto, de objetivos globales, considerando que la política internacional no es un juego de suma cero en el que las ganancias de unos se obtengan a costa de las pérdidas de otros, sino que cada actor debe trabajar desde su parcela de responsabilidad en construir un mundo más seguro y habitable y en que la humanidad en su conjunto alcance mayores cotas de bienestar.
Por supuesto, ambas perspectivas son compatibles y plantear la cuestión en términos dicotómicos no dejaría de ser una falacia. Los ejemplos que se pueden aducir al respecto son numerosos y por lo demás evidentes: si los desequilibrios ambientales y climáticos amenazan especialmente a la sociedad y al territorio español, la reivindicación del multilateralismo y el compromiso por el desarrollo sostenible a escala internacional son políticas irrenunciables para nuestra autopreservación; si las migraciones descontroladas se conceptúan como un riesgo para las fronteras del país, como ilustra el reciente caso de Ceuta, la promoción del desarrollo económico y la estabilización política de los países más pobres es una necesidad para la política de seguridad; y si nuestra seguridad ha de descansar sobre el bienestar de otras sociedades ajenas a la nuestra, es natural que deseemos para esas sociedades sistemas más democráticos que permitan a sus ciudadanos ejercer sus derechos, etc.
Dicho de otra forma, carece de sentido concebir que la política exterior deba aspirar a un posicionamiento o una capacidad de influencia para el país que se ejerza sin tomar en consideración los intereses de los demás, más aún en un caso como el de España, potencia media militarmente débil cuyas fortalezas se sitúan dentro de lo que se denomina poder blando. En la medida en que los principales desafíos que la humanidad enfrenta en el presente siglo tienen carácter global, también ha de ser globalista el enfoque de los Estados al afrontarlos.
En este sentido, hay que decir que la estrategia del Gobierno español, al poner el énfasis en los principios y en los retos mundiales, pinta bien. Pero queda por ver, como señalaron algunos ponentes en el debate mantenido al respecto en la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso, su aplicabilidad en la práctica. De poco sirve arrogarse un rol en la promoción de la paz cuando en la práctica las exportaciones de armas aumentan cada año, con frecuencia para que esas armas acaben en manos criminales. Ídem el compromiso por un planeta más verde y sostenible mientras se permite la destrucción de los acuíferos del país y en algunos ayuntamientos y comunidades autónomas las políticas verdes se baten en retirada ante el empuje neocon. Ídem la reivindicación de un mundo más libre y democrático mientras el Gobierno es reconvenido por la Comisaria de Derechos Humanos del Consejo de Europa por el tratamiento jurídico de las injurias a la Corona y el enaltecimiento del terrorismo. Y de nuevo nos hemos limitado a algunos ejemplos.
La letra, en fin, es prometedora, pero habrá que escuchar la música para cerciorarnos de no estar ante una canción que ya hemos oído otras veces. Solo entonces sabremos si la estrategia es algo más que un insustancial trámite burocrático y si de verdad la política exterior de España aspira a rendir algún servicio al planeta en que vivimos todos.
Carlos López Gómez es Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nebrija